lunes, 17 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 31

—Cada vez que te miro me dan ganas de desnudarte —le confesó Pedro, y librándose de toda su ropa, fue a reunirse con ella en la cama. Después se echó a reír—. ¡Un dosel con espejo! ¡Esto cada vez se pone más interesante!
—¿Verdad? —ella le pasó la mano por los bíceps y el pecho, y al sentir la dureza de sus músculos, la necesidad la embargó.
—Me encanta que me acaricies, pero tenemos que ir despacio —le dijo él, quitándole el lazo que le ataba el pelo. Después la tumbó en la cama y la desnudó lentamente sin dejar de mirarla.
Paula se quedó sin aliento al sentir la ferocidad de su erección.
—Es para tí —sonrió él, travieso e increíblemente seductor a la vez—. Pero aún no —le tomó las dos manos y se las puso a los lados del cuerpo—. Quédate así —dijo, mientras bajaba la mirada desde sus pechos rosados hasta el suave vello dorado entre sus piernas.
Paula se aferró a las sábanas de seda, temblorosa como una hoja al viento, mientras él le tomaba los pechos entre las manos. Después le acarició los duros pezones hasta que ella no pudo contener más un gemido de puro placer.
—Tranquila, Paula, quiero aprovechar esta fantástica habitación —dijo, y empezó a hacerle cosquillas en la boca con sus labios y su lengua antes de profundizar el beso con una pasión que hizo que su sangre fluyera ardiente y viscosa como la lava de un volcán.
Cuando ella levantó los brazos para abrazarlo, él volvió a colocárselos sobre la cama.
—No me puedes tocar —dijo—. Aún no.
Y empezó a juguetear con sus pechos, esta vez con la boca, succionando con fuerza a la vez que le acariciaba sexualmente todo el cuerpo, hasta que ella gritó su nombre.
—¿Te gusta?
—Sí —susurró ella mientras él empezaba a deslizar las manos bajo los suaves rizos dorados. Sus dedos buscaban los húmedos pliegues para acariciarlos con sabiduría.
—Oh, sí —gimió ella, sintiendo su cuerpo arder. Entonces abrió los ojos, vio su imagen en el espejo y se quedó sin aliento.
Estaba abierta bajo él, prisionera del tormento que le inflingían sus caricias. Vio el sudor correr sobre el cuerpo musculoso de Pedro y su potente erección. Temblorosa de deseo, abrió más aún los ojos al ver a Pedro retirarse ligeramente para después hundirse en las aterciopeladas profundidades de su cuerpo.
Con las rítmicas penetraciones, ella perdió el control. Le clavó las uñas en la espalda y sus músculos internos se aferraron a él en toda su longitud.
—Paula... —gimió, retirándose.
—No pares —suplicó ella.
—Ni lo sueñes —la besó—. Pero ahora me toca mirar a mí.
Él se giró para ponerla sobre él, cabalgándolo, con los ojos plateados ardientes como carbones.
Paula dejó caer la cabeza hacia atrás y se perdió en el balanceo de sus cuerpos unidos. En una mezcla de brazos y piernas, él la volvió en la cama para penetrarla con fuerza en el momento final, cuando un rugido desgarrado surgió de su garganta y todo el mundo explotó alrededor de Paula en oleadas de éxtasis tan sublime que pensó que iba a morir de placer. Apenas consciente de que estaba sollozando su nombre, vió a Pedro sobre ella de nuevo estremeciéndose, y su mente se deslizó a un estado de semiinconsciencia.
Cuando volvió a abrir los ojos, Pedro estaba sobre ella y aún dentro de su cuerpo. En el espejo observó su magnífico cuerpo bronceado, su piel perlada de sudor, su trasero prieto, y volvió a cerrar los ojos.
Poco después oyó la voz de Pedro en su oído:
—Peso demasiado y no quiero aplastarte —le dijo, apartándose a un lado.
Paula abrió los ojos y sus miradas se encontraron a través del espejo. A ella le había gustado contemplarlo a él en el espejo, pero se dio cuenta de que ella también estaba desnuda y ya no se sintió tan cómoda. Era normal que dos amantes se vieran desnudos, pero había un punto de voyeurismo en mirarse en un espejo.
—Tu tía debió ser una mujer de lo más especial —dijo Pedro—, y con una imaginación erótica de lo más interesante —en ese momento se fijó en una pintura de la pared que estuvo a punto de hacerlo sonrojar... y eso sí que sería una novedad para él—. Aunque tal vez fuera idea de su amante.
—¿Sabes? Tal vez no fue el vino lo que me arrastró a tu yate aquella tarde, sino haber pasado diez días durmiendo en este cuarto con mi tía —río ella—. Tal vez fuera un mensaje subliminal o algo...
A Pedro le parecía mucho mejor esa opción que la de que ella lo hubiera usado como sustituto de su marido muerto. Él sabía apreciar la lujuria en estado puro, como seguramente también lo hacía el hombre que había pagado aquel nido de amor.
—¿Sabes quién fue el amante de tu tía? —preguntó él sin mucho interés.
—No, no tengo ni idea.

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