sábado, 8 de noviembre de 2014

Casada por Obligación: Capítulo 13

En su interior, el deseo y el asco que sentía por ese hombre libraban una dura batalla. Su mirada se posó en la fotografía de Alan, en el otro sofá, y de algún modo le dio fuerzas. Tomó aliento y decidió que no le daría la satisfacción de ganarle la partida; jugarían a su juego.
—Bien pensado —dijo, forzando una sonrisa y levantándose para buscar su top—. Tienes razón. Éste no es el lugar más apropiado—. Se puso la prenda y se tomó su tiempo para recuperar el control de la situación antes de volver a mirarlo. Si no sintiera tanta vergüenza, se hubiera echado a reír al ver la expresión de su cara. Desde luego, él no había esperado que ella estuviera de acuerdo con él—. Gracias por recordármelo, y... hablando de momentos... creo que ya es hora de que te vayas.
Y echó a andar hacia la puerta, pero antes de dar tres pasos, él la agarró por el brazo.
—De repente eres muy razonable —le dijo.
—¿Y por qué no iba a serlo? —repuso ella encogiéndose de hombros y apartándole la mano de su brazo para abrir la puerta.
Ella salió de casa, cruzó el pequeño jardín y al llegar a la acera de detuvo. Él estaba tras ella. Con todo el coraje que logró reunir, lo miró a los ojos, aunque aún estaba temblorosa de rabia y humillación.
—Después de todo, los dos sabemos que nunca ocurrirá. Porque tú eres incapaz de hacer el amor —le dijo en voz baja.
—¿Incapaz? —repitió él, asombrado—. ¿De dónde te has sacado esa idea? No me lo digas... estás frustrada porque no quiero hacerlo ahora —¿por qué seguía esa mujer insultando su capacidad sexual cuando se derretía en sus brazos siempre que él quería?
Sacudió la cabeza. Paula era la mujer más irritante que había conocido y no necesitaba a alguien como ella en su ordenada vida cuando podía elegir entre docenas de mujeres mucho más dispuestas. ¿Y cómo demonios había conseguido sacarlo a la acera?
Paula vió cómo él se estiraba de rabia y le dió igual. Ya era hora de que ese arrogante oyera unas cuantas verdades.
—No lo digo por frustración, sino porque es la verdad —declaró secamente—. Tú no haces el amor, sólo tienes sexo, y mucho, con muchas mujeres. Supongo que es lo normal, teniendo en cuenta tu riqueza. Para ser sincera, he de reconocer que parece que sabes qué botones tienes que apretar —declaró—, pero te falta mucha sensibilidad. Y, puesto que yo sé lo que es el amor de verdad, no me voy a conformar con menos que eso —acabó, sin molestarse en ocultar el desprecio que se adivinaba en su tono de voz.
Pedro deseó agarrarla por los hombros y sacudirla hasta que le castañetearan los dientes. Estaba enfurecido por la disección brutal que ella había hecho de su carácter, aunque en parte también estaba enfadado consigo mismo, porque no podía negar completamente lo que había dicho Paula. Tomó aliento y luchó para controlar su temperamento.
—Eso dices ahora, Paula, pero «nunca» es mucho tiempo —y sonrió incómodo—. Y tal vez no te quede elección.
—Siempre hay elección —aseguró ella, y estuvo a punto de añadir «y nunca te elegiría a tí», pero vio un brillo amenazador en sus ojos y contuvo su lengua al sentir un escalofrío que le recorría la espalda.
—Cierto... pero a veces no se puede elegir entre lo bueno y lo malo, lo correcto o lo incorrecto —siguió mirándola—. A menudo hay que elegir lo menos malo, como sin duda aprenderás.
Paula lo miró mientras se ponía la chaqueta, le dedicaba una mirada de superioridad y se daba la vuelta. Fue hacia su deportivo negro aparcado a pocos metros y no volvió la vista atrás ni una sola vez.
¡Por fin! Al verlo marcharse, pudo respirar aliviada. Se había librado de él, y tenía que haberse sentido bien, pero al entrar en casa, lo único en lo que podía pensar era en su expresión justo antes de darse la vuelta. ¿Qué había querido decir con eso de no tener elección?
Media hora más tarde y con una taza de té en la mano, Paula se sentó en el sofá y miró a su alrededor.              
Las fotos y el resto de objetos que hasta entonces le habían hecho sentir segura allí, ya no tenían el mismo efecto. Era como si la presencia de Pedro Alfonso hubiera alterado el equilibrio del lugar irremediablemente.
No, eran imaginaciones suyas. Intentó distraerse viendo un rato la tele, pero sólo aguantó diez minutos. Después se levantó y caminó por la sala sin acabar de sentirse cómoda. Por fin decidió subir a ducharse y acostarse pronto. Al día siguiente le tocaba a ella ir al mercado de flores a las cinco de la mañana.
Dos horas más tarde, en la cama que había compartido con Alan, aún no había conciliado el sueño. Todavía notaba en los labios los besos de Pedro y no podía quitarse de la cabeza las imágenes de su azaroso encuentro.
Le había sorprendido encontrarse de frente con su atractivo rostro en la fiesta del día anterior, pero entonces empezó a imaginarlo arrodillado entre sus muslos, en otra cama y en otro país, y empezó a acalorarse. Gruñó y enterró la cabeza en la almohada para ahogar los recuerdos, pero sin resultado. Los fantasmas del pasado habían vuelto para atormentarla en el cuerpo de Pedro Alfonso.
Al pensarlo fríamente se dió cuenta de que había resultado un extraño giro del destino lo que les había llevado a ella y a Pedro a conocerse. La muerte de su amado esposo el año anterior, la enfermedad de su tía y el disgusto por la alianza la habían dejado en un estado bastante lamentable. La torpeza de aquella gente al golpear su mesa y derramar la botella de vino, habían sido la gota que colmó el vaso y que hizo que viera a Pedro como su caballero al rescate. Por eso creyó ver en él los ojos azules de su esposo.

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