Todas las palabras que había preparado para disculparse cuando se vieran desaparecieron inmediatamente de su cabeza. Solo podía pensar en una cosa: En que había volado a Nueva Inglaterra en Nochebuena y se había presentado en el porche de Marta. Pedro caminó hacia ella y, cuando llegó a su altura, dijo:
—Yo no te quiero arreglar.
Paula no dijo nada. No habría sabido qué decir.
—No quiero que cambies —continuó él—. Me gustas como eres.
Ella se sintió como si un coro de ángeles hubiera empezado a cantar. Dejó la bolsa de la cámara en el suelo, sonrió de oreja a oreja y declaró:
—Has venido.
Él se encogió de hombros.
—Tenía que venir. No debería haber permitido que te fueras. Me he sentido tan mal desde entonces...
—Y has decidido venir.
Pedro le acarició el hombro.
—Ya era hora de que alguien se arriesgara por tí, ¿No crees?
Ella sonrió, le pasó los brazos alrededor del cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas. De repente, se sentía la mujer más querida del mundo.
—¿Sabes una cosa? Me he dado cuenta de que no levanté esos muros alrededor de mi corazón porque estuviera obsesionada con encontrar a una persona perfecta, sino porque ansiaba vivir el amor y no encontraba a nadie que se interesara verdaderamente por mí. O, por lo menos, creía que nadie se interesaría verdaderamente por mí —le confesó—. Mi abuela era lo único seguro en mi existencia.
—Pero ahora me tienes a mí —dijo Pedro con dulzura—. Y, pase lo que pase, me seguirás teniendo. Porque sé que importas. Porque tú me importas. Porque me importas mucho más de lo que te imaginas.
Él la miró a los ojos y añadió:
—Creo que no fui lo suficientemente explícito aquella noche, cuando salimos en el trineo. No dije lo que debía decir, y no sé si sabré decirlo ahora. Pero callé porque tenía miedo. Miedo de amarte y de perderte.
—¿Y qué ha cambiado?
—Que te marchaste y te perdí de todos modos. Te perdí y empecé a echar de menos todas las cosas maravillosas que teníamos —contestó él—. Sin embargo, la vida está para disfrutar de ella. Y, cuando encontramos el amor, tenemos que aferrarnos a él con todas nuestras fuerzas, para que no se escape.
—Oh, Pedro...
Paula se puso de puntillas, sintiéndose más femenina que nunca y, por primera vez, tomó la iniciativa y lo besó. Lo besó de verdad, sin reservas, sin inhibiciones. Lo besó con tanta energía y desenfreno que le tiró el sombrero. Pero ninguno de los dos se detuvo. Se siguieron besando hasta que todas las dudas que tenían se esfumaron definitivamente.
—Saldrá bien, ya lo verás —dijo entonces Pedro—. No sé cómo, pero saldrá bien.
Paula sonrió.
—Es curioso que hayas venido, porque estaba a punto de llamar al aeropuerto para cambiar mi billete de avión. Tenía intención de volver al rancho. No sabía lo que iba a pasar después, pero necesitaba otra vez.
—¿Estás hablando en serio?
Ella asintió.
—He tenido una conversación interesante con mi hermana, esta mañana.
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