Pedro la miró con intensidad y dijo:
—Está bien. Márchate. Yo me encargaré de limpiar y ordenar el salón.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto.
Ella dió media vuelta y salió a toda prisa, hacia su dormitorio. Cuando llegó, cerró cuidadosamente la puerta, se sentó en la cama y se mordió el labio inferior. Aquel beso había avivado emociones que no se había permitido en mucho tiempo. Se había sentido bella, deseable, fuerte y capaz de cualquier cosa. Pero el beso había terminado, y en ese momento tenía que afrontar la dura realidad. Ya no sabía querer. Ya no sabía confiar. Había intentado unir a su familia, y había fracasado. Había deseado que se llevaran bien, y solo había conseguido que terminaran en extremos opuestos del planeta. Su madre, su padre, Nadia, Delfina. Todos. Justo entonces, se acordó de las palabras que le había dedicado su abuela el día en que al fin se rindió: «No eres responsable de la felicidad de los demás. No puedes cargar ese peso sobre tus hombros. Déjalo estar, Paula». Había seguido el sabio consejo de su abuela y lo había dejado estar, pero al precio de perder también a su familia. Y los echaba de menos. A pesar de todo, los extrañaba. Se secó las lágrimas y se limpió la nariz. Tenía que dejar de pensar en Pedro, y plantearse las cosas con más calma. Al fin y al cabo, solo faltaban unos días para que regresara a Beckett’s Run. Tras unos instantes de duda, alcanzó el teléfono y marcó el número de Nadia. Se sentía muy débil, y necesitaba hablar con ella. Nadia siempre había sido la más sensible y comprensiva de las tres.
—¿Dígame? —preguntó una voz somnolienta.
—Oh, no... —dijo Paula, al darse cuenta de que, en Inglaterra, ya eran más de las doce—. He olvidado la diferencia horaria.
—¿Paula? ¿Eres tú? —preguntó Nadia con incredulidad.
—Lo siento mucho, Nadia. Sigue durmiendo.
—No estaba dormida —Nadia bostezó—. ¿Te encuentras bien?
—¿Cómo has sabido que era yo?
—¿Crees que no reconozco la voz de mi propia hermana? —preguntó con ironía.
—Sí, claro.
—¿Estás bien? —insistió Nadia con preocupación—. Lo pregunto porque no me llamas nunca. Y, además, pareces rara. ¿Le ha pasado algo a la abuela?
—No, qué va. La abuela está perfectamente.
—¿Y tú?
—También.
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