—Un ponche especiado —respondió ella—. Encontré los ingredientes que necesitaba el otro día, cuando me puse a buscar en los armarios. Y es un momento excelente para prepararlo, ¿No te parece?
—Supongo que sí. Mientras terminas, me encargaré de instalar las luces del abeto. Es lo que más tiempo lleva.
Pedro ya había hecho la mitad del trabajo cuando ella apareció en el salón con dos tazones humeantes. Al verla, él se le acercó y aceptó el que le había preparado.
—Te está quedando muy bien —dijo Hope.
—Siempre me han gustado las luces de los árboles de Navidad. Cuando éramos niños, mi padre trajo una vez un árbol tan grande que le tuvo que poner más de cien bombillitas —declaró con humor—. Como ves, es una especie de tradición familiar.
Pedro probó el ponche, arqueó una ceja y añadió:
—Umm... Le has añadido alcohol, ¿Verdad?
Ella sonrió levemente.
—He encontrado una botella de ron en uno de los armarios, y me ha parecido que sería perfecto para que entres en calor.
Él echó otro trago y pensó que lo que había calentado su cuerpo no era precisamente el ron, sino Paula. Se ocultaba detrás de un muro y se esforzaba por parecer seria, pero Blake sospechaba que, detrás de sus defensas, había una mujer divertida y apasionada. Una mujer que le podía gustar mucho. En ese momento, no parecía tener más de veinte años; se había recogido el pelo en una coleta, y no llevaba maquillaje. Pero rechazó la idea de tomarla entre sus brazos y hacer algo más entretenido que tomar ponche. Ni siquiera habían llegado a ser amigos, y sería mejor que se abstuvieran de ser amantes. Además, no tenía sentido que empezara algo que no tenía intención de terminar.
—Pues está muy bueno —se limitó a decir.
Pedro volvió a echar un trago, pero solo porque Paula se había puesto unos vaqueros tan ajustados que se estaba empezando a poner nervioso. Luego, se llevó el ponche al salón y siguió instalando las luces del abeto mientras ella curioseaba en la caja de los adornos. Cuando terminó, descubrió que Paula se había sentado en el sofá y que estaba mirando las diminutas figuras del belén.
—Son muy bonitas —dijo ella.
—Pertenecen a mi madre. Todos los años trae una figura nueva.
—¿Y dónde las pones?
—En la mesa que está en el vestíbulo.
—Ese lugar no es adecuado. Si pones el belén ahí, la gente solo lo verá cuando pase —Paula echó un rápido vistazo a su alrededor—. ¿Qué te parece si usamos las dos mesas que hemos apartado antes para instalar el abeto? Si las juntamos, habrá sitio de sobra.
Él se encogió de hombros.
—Sí, es posible.
—Solo necesitamos un mantel blanco. Espera un momento.
Paula se dirigió a la cocina y regresó al cabo de unos momentos con el mantel. A continuación, juntó las mesas, extendió la tela y se dedicó a poner todas las figuritas y los pequeños edificios del belén, hasta que llenó todo el espacio.
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