—Te ha quedado precioso —dijo Pedro—. Estoy seguro de que a mi madre le gustará mucho. Es una pena que no la vayas a conocer.
De repente, Pedro se dió cuenta de que quería que Paula se quedara a pasar las Navidades. Adoraba que deambulara por la casa y sus alrededores. Era como si añadiera a todo un toque de refinamiento, de elegancia. Y, desde la sesión con Abril, sabía que los niños le gustaban, aunque hiciera lo posible por no expresar sus sentimientos. Paula Chaves encajaba sorprendentemente bien en Bighorn. Quizás, demasiado bien, teniendo en cuenta que no dejaba de pensar en ella. Y eso era un peligro.
Paula se puso nerviosa al ver la expresión de Pedro. No era la primera vez que veía esa mirada, ese relajamiento de los rasgos, esa forma de entreabrir ligeramente la boca. A veces los buscaba en sus modelos, para hacer una foto; y, a veces, los encontraba en la vida: era la expresión de una persona que estaba a punto de besar a otra. Se le aceleró el pulso al instante. Sabía que besar a Pedro era una forma perfecta de complicar innecesariamente las cosas. Se suponía que su estancia en Bighorn iba a ser tan breve como tranquila; un simple descanso antes de viajar a Beckett’s Run, pasar las Navidades con su abuela y regresar a Sídney. Pero, si se dejaba dominar por el deseo, corría el riesgo de salir malparada. Apartó la vista y la clavó en la caja que estaba en el sofá.
—Deberíamos terminar de decorar el árbol —dijo.
La mirada de Pedro se volvió menos cálida.
—Sí, por supuesto.
Paula sacó una larga guirnalda y la colocó cuidadosamente entre las ramas del abeto.
—Eres muy precisa —dijo él.
Ella frunció el ceño.
—Me gusta que las cosas parezcan equilibradas... o que no lo parezcan, pero solo si se ha hecho a propósito —declaró—. No sé si me entiendes.
—No, me temo que no te entiendo —dijo Pedro con ironía—. Pero es obvio que te diviertes, así que sigue adelante.
Pusieron renos, bolas de colores, campanillas rojas y más guirnaldas en el abeto, cuyos adornos reflejaban la luz de la lámpara. Paula cayó en la cuenta de que aquello no era exactamente un árbol de Navidad, sino un árbol familiar, decorado con objetos que tenían muchos años y que estaban llenos de recuerdos bonitos. Pero Pedro estaba solo. Había perdido a su hermano. Y se dedicaba amatar el tiempo con poco más que una desconocida. Mientras lo pensaba, se acordó otra vez de Beckett’s Run y sintió nostalgia de su abuela. ¿Habría puesto ya el árbol? ¿Habría preparado sus galletas preferidas, las de chocolate y azúcar glasé?
—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro, sacándola de sus pensamientos.
—¿Cómo? Ah, sí, solo estaba dando vueltas a una cosa.
—¿A cuál?
Ella respiró hondo.
—Es una tontería. Me estaba acordando de Beckett’s Run. Pasara lo que pasara en nuestras vidas, siempre volvíamos allí a pasar las Navidades.
—¿Y son buenos recuerdos?
Paula asintió.
—Sí, casi todos.
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