Paula se quedó helada. Ni siquiera sabía que Pedro hubiera tenido un hermano; y, mucho menos, que hubiera fallecido en aquel accidente. Desconcertada, tragó saliva y se arrepintió de haberse quejado de sus problemas familiares. Por mucho que discutiera con sus hermanas y por muy difícil que hubiera sido su adolescencia, estaban vivas. Había crecido con ellas. Le habían dado una razón para seguir adelante. Y nunca se había sentido sola.
—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. Debió de ser terrible.
—Pablo y yo éramos hermanos gemelos. Lo hacíamos todo juntos, ¿Sabes? Los gemelos tienen un vínculo especial.
—Sí, eso tengo entendido.
Pedro apartó la mano.
—Siempre sabía lo que pensaba y, a veces, lo que sentía. Estábamos tan compenetrados que, cuando jugábamos al hockey, era como si estuviéramos en una especie de sincronía mágica. Cada vez que veo un partido en televisión, me acuerdo de Pablo. Habríamos sido grandes jugadores.
Paula sacudió la cabeza.
—Yo no sería capaz de imaginarme la vida sin mis hermanas.
—¿Mantienen una relación muy estrecha?
Ella bajó la mirada.
—No particularmente. Pero, al menos, sé que están ahí.
Paula lamentó no haber hecho más por llevarse bien con sus hermanas. Nadia y Delfina ya no eran responsabilidad suya; pero, en lugar de redefinir su relación y superar sus viejas rencillas, se habían alejado. Cada vez que una de ellas le pedía algo, les daba la espalda. Quizás había llegado el momento de cambiar.
—Malgasté mucho tiempo deseando que Pablo volviera. Me sentía como si me hubieran robado una parte de mí, y no entendía que él hubiera muerto y yo hubiera sobrevivido —le confesó Pedro—. Me quedé sin nada... Y en una época tan difícil como la adolescencia.
—¿Y qué hiciste?
—Encerrarme en mi propia burbuja. Alejar a la gente.
A Paula se le hizo un nudo en la garganta, porque ella había hecho lo mismo. Un buen día, se cansó de intentar que su familia se llevara bien; y se hundió por completo. Su abuela la sacó de la depresión, pero las cosas no volvieron a ser como antes. Al igual que Pedro, levantó un muro a su alrededor y tiró la llave de la puerta. Si no permitía que los demás se acercaran, no se encariñaría con nadie ni sufriría el dolor de la pérdida o la decepción. Sin embargo, él había salido de su encierro y había construido aquel lugar. Y ella seguía escondida detrás de su cámara.
—¿Y cómo saliste de esa burbuja?
Pedro se relajó un poco.
—Por mi padre —dijo—. Mi madre y él lo pasaron muy mal. Fue una época terrible. Pero, al cabo de un tiempo, se presentó con unos patines y me los dió. Yo no había jugado al hockey desde la muerte de Pablo, y él me ordenó que me pusiera los patines con el argumento de que ya había perdido a un hijo y de que no quería perder a otro.
—¿Y te los pusiste?
Pedro sonrió.
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