—¡Muy bien, Queenie!
La exclamación de la niña rompió la magia del momento. Pedro se metió las manos en los bolsillos, incómodo con las chispas que habían saltado entre Paula y él. Era consciente de que, por mucho que le gustaran sus ojos azules, su melena rubia y sus largas piernas, no tenía demasiadas posibilidades. Decidido a poner tierra de por medio, entró en el granero y la dejó con sus fotografías. Pero su retirada no sirvió para despejar la duda que volvía una y otra vez a su cabeza. ¿Sería lo suficientemente inteligente como para no hacer nada al respecto? ¿O sería tan estúpido como para hacerlo? Sacudió la cabeza. No era un estúpido. Nunca lo había sido.
Paula parpadeó furiosamente y se intentó concentrar en lo que veía a través del visor de la cámara. Sacó muchas fotografías de la niña que trotaba a lomos de Queenie. Era lo que Pedro le había pedido que hiciera, y era lo que pensaba hacer. Aunque le doliera. Aunque una parte de su corazón, que había creído dormida durante años, se hubiera despertado al ver cómo sonreía aquel ranchero gruñón a Abril Zerega. Pedro le gustaba tanto que tuvo que resistirse a la tentación de dirigir el objetivo hacia él. Habría dado cualquier cosa por inmortalizar la expresión de sus ojos, que se iluminaban como el campo al amanecer cuando hablaba con la niña. Pero ya era demasiado consciente de su atractivo, de modo que dedicó su atención a la pequeña y a las dos mujeres que la acompañaban, haciendo caso omiso de lo demás. Por desgracia, Abril le recordaba constantemente la presencia de Pedro. Cada pocos minutos, se giraba hacia él y lo miraba con verdadera admiración, como si estuviera ante el héroe de un cuento. Y era normal. Estaba mirando a un hombre grande y fuerte que la trataba con cariño y dulzura. Al pensarlo, se dió cuenta de que la envidiaba. No sentía celos de ella, pero le habría gustado que Blake le dedicara la misma amabilidad y le hiciera sentirse de una forma tan especial como a la pequeña del poni. Que le hiciera sentirse el centro del mundo.
—Ya es suficiente por hoy. Es hora de llevar a Queenie a los establos.
—Mamá dice que no habrá más sesiones hasta después de las Navidades.
Pedro se echó el sombrero hacia atrás.
—Sí, es cierto. Todos tenemos derecho a unas vacaciones.
La niña se enfurruñó.
—Pero yo no quiero vacaciones.
Paula sonrió para sus adentros, pero sin apartar la vista del visor.
—No te preocupes por eso —dijo Pedro con una sonrisa—. Es verdad que no vamos a montar la semana que viene, pero haremos otra cosa.
—¿En serio?
Él asintió.
—Sí. La semana que viene es la fiesta de Navidad.
—¿Y habrá galletas?
—Naturalmente.
—¿Y chocolate caliente?
—Por supuesto.
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