A pesar de sus esfuerzos y de los esfuerzos de su abuela, no había conseguido que su familia se volviera a llevar bien. En cambio, Pedro había tenido éxito. Y se preguntó si sería consciente de lo importante que era su trabajo. Bighorn no era un simple centro de rehabilitación; era un hogar, una familia que no se basaba en la sangre, sino en el amor. Una familia que estaba unida por el empeño y la dedicación de un vaquero con una cicatriz. Los ojos se le humedecieron peligrosamente, de modo que respiró hondo e intentó mantener la calma. Si no se andaba con cuidado, se rompería en mil pedazos. Y no estaba segura de que luego los pudiera unir.
—¿Preparada para el primer paseo en trineo?
Paula se giró hacia Pedro.
—¿Es que habrá más de uno?
—Con tantos niños, tendremos que hacer dos viajes.
Ella sonrió.
—¿Y tendré un buen asiento?
Pedro le devolvió la sonrisa, encantado.
—El mejor de todos, porque irás sentada conmigo. Pero tendrás que hacer algo más que disfrazarte —le advirtió.
—Oh, no... ¿En que lío me has metido ahora?
—No es nada grave. Solo tienes que cantar villancicos.
—¿Villancicos? —preguntó, desconcertada.
Pedro sacudió la cabeza.
—No me digas que va a ser tu primer viaje navideño en trineo.
—Eso me temo.
—Pues ya es hora de que experimentes ese placer —dijo él—. Pero abrígate bien y ponte unas buenas botas, o te quedarás helada.
Pedro se marchó entonces a organizar las cosas, y ella subió a vestirse. Se volvieron a encontrar al cabo de unos minutos, junto a la entrada de la casa. Él había preparado el trineo y le había puesto el tiro de caballos, que esperaban pacientemente. Uno de ellos sacudió la cabeza en ese momento, haciendo sonar las campanillas.
—¡Señor Pedro! —exclamó Abril, encantada—. ¡Ha puesto campanillas!
Él sonrió y le acarició la cabeza, que tenía enfundada en un gorro de lana.
—Por supuesto que sí. Paula te lo prometió.
Abril se giró hacia ella, sonriendo.
—¡Y ha cumplido su promesa!
Paula soltó una carcajada.
—Claro que la he cumplido. ¿Qué sería un trineo sin campanillas?
Paula se sentó junto a Pedro en el pescante y, tras darle un pequeño codazo, él dijo:
—Le has alegrado el día. Bueno, seguramente se lo has alegrado a todos.
—Y ellos me lo han alegrado a mí.
—Eso es verdad.
Pedro se giró hacia los niños.
—¿Preparados? —preguntó.
—¡Sí! —contestaron al unísono.
Se pusieron en marcha enseguida. Los patines chirriaban sobre la nieve, y Paula se dedicó a disfrutar de la frescura del aire, combinada con el olor de los caballos. Pedro los llevó a ritmo lento hasta que llegaron a una zona llana, donde sacudió las riendas para que los animales se pusieran al trote.
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