—Te dije al principio que no necesitaba un terapeuta. No soy uno de tus clientes. No he venido aquí para que me psicoanalicen.
—Eso no es justo.
—Es la verdad, Pedro. Eres un terapeuta. Te dedicas a arreglar a la gente, y necesitas que te necesiten. Lo haces con los niños y hasta con Rosa.
Pedro frunció el ceño.
—¿Con Rosa?
Ella asintió lentamente.
—Por supuesto. Necesitaba dinero y le diste un trabajo. No lo puedes evitar. Eres una especie de caballero andante.
—Vaya, no sabía que ayudar a la gente fuera un defecto.
Paula siguió hablando como si él no hubiera dicho nada.
—¿Por qué estás tan obsesionado con salvar a los demás? ¿Por qué, Pedro? ¿Porque no pudiste salvar a tu hermano?
Pedro se quedó tan helado como si le hubiera dado una bofetada, y ella se arrepintió al instante de lo que había dicho.
—Lo siento. Yo...
—No, no lo sientas, Paula —dijo—. Tienes razón, no pude salvar a Pablo. Pero prefiero ayudar a la gente antes que dejarme dominar por el dolor y permitir que el sentimiento de pérdida acabe conmigo.
Paula supo que las palabras de Pedro eran algo más que una confesión. También era una recriminación dirigida a ella. Y pensó que estaba en lo cierto.
—Oh, Pedro... ¿Qué pasaría si me pudieras arreglar? ¿Me abandonarías después? ¿Y qué harías si descubres que no puedes? ¿Rendirte y marcharte?
—No, yo no haría eso nunca.
—Dime una cosa, ¿Cómo es posible que no haya ninguna mujer en tu vida? Sé que serías un gran padre, y me extraña mucho que no hayas tenido hijos.
Él la miró con intensidad.
—¿Qué quieres decir con eso? Supongo que no estoy con nadie porque no he encontrado a la persona adecuada.
—¿Y la encontrarás alguna vez? Afróntalo, Pedro. No eres un hombre libre. Estás casado con tu trabajo, y esos niños son tus hijos. Con la pequeña diferencia de que esos niños te permiten mantener la distancia emocional que necesitas. Si solo eres su terapeuta, no tendrás miedo de perderlos como perdiste a tu hermano.
Él se quedó tan perplejo que Paula supo que había dado en la diana.
—Los has convertido en tu familia para no tener que formar tu propia familia. Y, si no te atreves a arriesgarte tú, ¿Por qué me acusas a mí de hacer lo mismo?
—Yo...
Ella bajó la cabeza. Si hubiera podido, se habría bajado del trineo y habría corrido a su habitación. Pero estaban en mitad de ninguna parte.
—Deberíamos volver a la casa —dijo.
Pedro suspiró.
—¿Para qué? ¿Para que puedas huir otra vez?
—Puede que esta vez no esté huyendo de nada —mintió.
Él la miró a los ojos con ternura.
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