lunes, 13 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 25

Sin hacer caso de las normas, iba donde le apetecía, esquivando a los empleados de la finca para explorar las interminables habitaciones. Nunca se había llevado nada, ni siquiera una manzana de un cuenco, sencillamente le gustaba pasear por aquella vieja casa, tocar los muebles, mirar los cuadros y absorber la historia que le había sido negada. La emoción que sintió al tomar la escritura y tirársela a su abogado era algo que ni siquiera los insultos de Enrique Cranbrook habían podido estropear. Irónicamente, ahora que era el orgulloso propietario de Cranbrook Park, el único sitio en la finca donde todo estaba bien cuidado era la casa en la que había vivido una vez. Y era la inesperada respuesta de Paula Chaves a su beso lo que estaba grabado en su cerebro; el recuerdo de su piel, el tobillo apoyado en su muslo, lo que estaba revolucionando sus sentidos.


Paula miraba la pantalla del ordenador, perpleja. Sir Enrique Cranbrook había expulsado a Pedro de la finca el día que cumplió dieciocho años, cuando no tenía más que una vieja moto, pero había vuelto convertido en el presidente de una multinacional. Un multimillonario al que ella había acusado de pescar sin licencia, un multimillonario al que ella había ofrecido diez libras. Pedro debía estar partiéndose de risa. Bueno, pues que riera, pensó, pinchando furiosamente en todos los enlaces, decidida a averiguar qué había hecho desde que se marchó de allí y, sobre todo, cómo había ganado tanto dinero. Ella le enseñaría a Pedro Alfonso a hacer comentarios sarcásticos sobre su trabajo en un periódico local. ¿Interés humano? Aquello era interés humano en grandes titulares; un artículo que ella podía escribir porque había estado allí desde el principio. Y uno que no se había contado antes porque sería un escándalo en Maybridge. El hijo pródigo volvía, compraba la finca y mantenía apasionadas relaciones sexuales con la chica que había dejado atrás… ¡Un momento! Ella no escribía ficción, se recordó a sí misma. Pero Bruno le había dicho que podía quedarse en casa el resto de la semana y usaría el tiempo libre para poner al día su blog. Estaba haciendo fotografías de un gusano particularmente grande cuando sonó su móvil. Y ella pensando que podría descansar…


–Hola, Bruno –lo saludó, intentando disimular un suspiro.


–¿Cómo te encuentras?


Si iba a quedarse en casa, no podía decirle que estaba perfectamente.


–Regular.


–¿Podrías investigar un poco sobre el nuevo propietario de Cranbrook Park? Sin salir de casa.


Había sido ella quien insistió en que Cranbrook Park era su territorio, de modo que no podía negarse.


–¿Qué quieres saber?


–De dónde viene, quién es su familia, ese tipo de cosas. A menos que te encuentres muy mal…


–No, no. Estaba intentando poner al día mi blog, pero eso puede esperar.


–Buena chica.


–Idiota condescendiente –murmuró Paula. Pero solo cuando Bruno ya había colgado.


De vuelta en su despacho, comprobó su correo electrónico. Había un comunicado de prensa, embargado hasta el lunes, contándole al mundo, o a Maybridge al menos, que Pepe Alfonso había comprado Cranbrook Park.

Quédate Conmigo: Capítulo 24

 –Lo que necesitamos es alguien que sepa reforzar las orillas del río. Las lluvias han dañado el terreno y lo último que quiero es que alguien resulte herido.


–Genial –dijo la señorita Webb–. Dime otra vez por qué has comprado esta finca.


–Es un sitio estupendo para pescar truchas y he decidido dedicarme a pescar – respondió él, sacando la caña de Iván Harker.


La expresión de Beatríz decía que no estaba convencida, pero se limitó a decir:


–Tienes una reunión del consejo a las dos y media y si no te mueves llegarás tarde.


–He llamado a Alberto para que fuese a la reunión por mí. Ahora mismo, se me necesita aquí.


–En otras palabras, que quieres jugar con tu carísimo juguete.


–Todos los hombres tienen alguna afición.


–Alquilar una cabaña para pescar truchas habría sido mucho más barato –dijo Beatríz–. Además, pensé que querías pasar desapercibido.


–Es imposible pasar desapercibido en un pueblo tan pequeño –dijo él. Y menos cuando acababas de tener un encuentro con la prensa local–. ¿Algún mensaje?


Ella negó con la cabeza.


–¿Esperabas alguna llamada en particular?


–No, pero pensé que tal vez habrían llamado del periódico local…


–Ha llamado el editor y también una mujer que quería darle un interés humano a la noticia… –el teléfono de Beatríz empezó a sonar–. No te preocupes, Pedro. He dejado claro que no das entrevistas.


Una mujer. Estaba claro que era Paula Chaves.


–Espera un momento, Karen… –Beatríz se puso el teléfono en el pecho–. ¿Alguna cosa más? Tengo que irme a casa. Esta tarde hay una función en el colegio de mi hija.


–No te preocupes, no te necesito –dijo él, tomando la bicicleta–. Dile a Karen que puede venir a pasar una semana aquí, si le apetece.


–¿Vas a quedarte?


–Un par de semanas –respondió Pedro–. Hay que arreglar el tejado urgentemente y así saldré de la oficina. ¿No me regañas continuamente porque trabajo demasiado?


–Crear barreras en las orillas del río y arreglar un tejado no era lo que yo tenía en mente. Y gracias por la invitación, pero nos vamos a Italia en vacaciones. Estar tumbada en la playa es mucho mejor que recoger basura. Si te apetece venir, tenemos sitio en la casa.


–Me lo pensaré –dijo él, pero los dos sabían que no era verdad. Viajar era algo que hacía por trabajo y, por el momento, lo único que quería era montar en su Harley por la finca como solía hacer. Aunque no sería tan divertido sin un jardinero o un guardés furioso persiguiéndolo.


Nada era tan divertido últimamente. Pedro miró alrededor, pensando que tenía algo por lo que levantarse cada mañana. Todo estaba descuidado, viejo. Había que cortar las malas hierbas, arreglar las manchas de humedad en las paredes… Cuando era niño, la casa estaba bien cuidada. Era un sitio impresionante para unos pocos privilegiados, un territorio prohibido para alguien como él. Aunque Pedro no se había dado cuenta.

Quédate Conmigo: Capítulo 23

Paula iba repitiendo esa palabra mientras subía a su despacho y encendía el ordenador. Incluso mientras buscaba en Internet el nombre de Pedro Alfonso … no, Pepe Alfonso. No podía ser él. Aparentemente, había muchos Pepe Alfonso en el mundo, de modo que buscó imágenes. Había docenas de fotografías, pero una en concreto llamó su atención. Y, al verla, experimentó la misma sorpresa que esa mañana, al encontrarse con Pedro Alfonso en la zanja. Lo tenía delante de ella, pero se negaba a creerlo… Incluso cuando pinchó en la imagen para leer el artículo. Sabía que no podía ser verdad, pero allí estaba. A todo color. El Pedro Alfonso al que había atropellado con su bicicleta un par de horas antes era, aparentemente, Pepe Alfonso, que poseía una compañía internacional de transportes, Pedgo, con un logo en plata y negro familiar para cualquiera que hubiese estado alguna vez en una parada de autobús. Tenía camiones, autobuses, tráilers, por no hablar de aviones y barcos. Pedro Alfonso, su Pedro, era el presidente de una gran empresa que ganaba miles de millones al año.




–¡Pedro! ¿Dónde demonios te habías metido? –Beatríz Webb rara vez se mostraba agitada, pero lo estaba en ese momento–. He organizado la reunión del lunes, pero tienes que volver a Londres ahora mismo y yo también.


–Lo siento, estaba paseando por la finca y perdí la noción del tiempo.


–Recogiendo basura, veo –dijo Beatríz al ver que sacaba una vieja bicicleta del Land Rover.


–No podía dejarla tirada en medio de la finca.


Eso era más fácil que contarle lo que había ocurrido en realidad.


–Una empresa de la zona limpiará la finca y tirará los edificios viejos. ¿Quieres que pida un informe antes de empezar? –le preguntó su secretaria, señalando el establo del siglo XVIII–. Por si acaso hubiera jarrones chinos de incalculable valor.


–No te molestes. Cranbrook tenía expertos que lo revisaron todo con lupa esperando encontrar un tesoro escondido.


Cualquier cosa para salvarlo de la ruina, cualquier cosa para evitar que sus acreedores lo obligasen a vendérselo todo a él. Era saber que sir Enrique Cranbrook no vería un céntimo de ese dinero lo que había hecho que pagar un precio exorbitante por la finca fuera casi un placer. Cuando Hacienda hubiera recibido su parte, el resto iría a los acreedores, la «Gente pequeña» a la que Cranbrook había despreciado para seguir viviendo lujosamente. Eso y el hecho de que Enrique Cranbrook supiera que cada momento de comodidad que le quedase en este mundo era pagado por el hijo al que nunca había querido y al que siempre se negó a reconocer. Sabiendo cuánto odiaría eso era la mejor de las venganzas.

Quédate Conmigo: Capítulo 22

 –En la oficina de correos dicen que van a convertirla en un hotel o en un centro de conferencias –siguió Leticia.


–Corren todo tipo de rumores por ahí –asintió Paula–. Pero debes admitir que la finca sería perfecta para eso. Es preciosa y probablemente hay sitio suficiente para hacer un campo de golf.


–¿De verdad? ¿Cuánto ocupa un campo de golf?


Paula sonrió.


–No tengo ni idea, pero mira el lado bueno del asunto: Sea quien sea el nuevo propietario, es evidente que tiene dinero. Y eso significa que contratará gente, de modo que Diego podría tener trabajo.


–Y a lo mejor Iván también –dijo Leticia, esperanzada–. Incluso yo podría hacer más horas.


–¿Iván está en casa?


–Según él, está estudiando… Cómo lanzar una caña de pescar, por supuesto.


Eso respondía a su pregunta.


–Bueno, si tiene tiempo podría ir a buscar mi bicicleta. Sigue tirada en la zanja.


–Se lo diré cuando vuelva a casa para comerse todo lo que hay en la nevera.


En cuanto Leticia se marchó, Paula tomó el teléfono para llamar a la casa.


–Cranbrook Hall.


La voz, desconocida, era de mujer.


–¿Señorita Webb?


–Sí, soy yo.


–Bienvenida a Cranbrook Park. Soy Paula Chaves–se presentó.


–¿Y qué quería, señorita Chaves?


–Trabajo para el Maybridge Observer y me han dicho que Cranbrook Park tiene un nuevo propietario. Como imaginará, hay todo tipo de rumores volando por ahí. La gente espera que se creen puestos de trabajo…


La señorita Webb no respondió.


–Siempre ha habido una gran relación entre la finca y el pueblo –siguió Paula–. Eventos benéficos y ese tipo de cosas… –Nada, la secretaria no decía ni pío–. Me gustaría hablar con usted sobre el futuro de la finca.


–¿En su periódico no hablan unos con otros? –le preguntó la señorita Webb por fin–. Hace media hora he hablado con su editor y le he dicho lo que voy a decirle a usted: El señor Alfonso no quiere hablar con reporteros.


–Lo siento, no he estado en la oficina esta mañana y, aunque mi editor está buscando datos, yo estoy más interesada en el lado humano de la noticia. Como he dicho, Cranbrook Park es parte de la comunidad…


En ese momento, el nombre se registró en su cerebro. «El señor Alfonso». No, no podía ser. O tal vez era una coincidencia.


–¿Ha dicho Alfonso?


–Pregúntele a su editor, señorita Chaves. Él tiene todos los detalles que estamos dispuestos a filtrar a la prensa.


–Muy bien, gracias.


No. Imposible. No, no, no, no, no…

Quédate Conmigo: Capítulo 21

 –¿Paula?


–Ah, perdona. Es que me he caído de la bicicleta.


–¿Y quién era ese hombre?


Paula le contó una versión editada del accidente.


–Me han dicho que se ha vendido la finca, por cierto –dijo luego, intentando cambiar de tema.


–¿Quién te ha dicho eso? No se hará público hasta el lunes.


–No te preocupes, no diré nada hasta que sea oficial. Así podré investigar un poco.


Algo interesante que añadir a su artículo sobre la historia de Cranbrook Park en el que estaba trabajando desde que empezó a rumorearse que la finca sería vendida.


–Verás… –Leticia alargó la palabra como si fuera una goma elástica mientras tomaba una galleta–. Según la secretaria del abogado, la ha comprado un multimillonario.


–Bueno, era de esperar –dijo Paula. ¿Quién más podría comprar una finca así?–. ¿Sabes algo de él? ¿Está casado? ¿Tiene hijos? Esos eran los detalles que querrían conocer los lectores del Observer.


–He recibido una llamada de una tal Beatríz Webb esta mañana. Dice que quiere discutir mi futuro en la finca y me ha citado para el lunes.


–¿Es la secretaria del millonario?


–No lo sé –respondió Leticia–. Debería haber preguntado, pero me quedé tan sorprendida que solo pude decir: «Allí estaré».


Paula intentó contener su impaciencia.


–Espero que no vaya a darte una mala noticia.


–Yo también –Leticia suspiró–. Con Diego trabajando a tiempo parcial e Iván sin empleo, las pocas horas que trabajo en la oficina y el dinero que tú me pagas por cuidar de Sofi es lo único que nos mantiene a flote.


–No te preocupes, el nuevo propietario seguirá necesitando gente que lleve la finca.


Paula no mencionó que le había pedido a Pedro que buscase un trabajo para Iván. No tenía sentido crear falsas esperanzas. Leticia hizo una mueca.


–La señorita Webb parecía capaz de dirigirlo todo con una mano atada a la espalda.


–Pero probablemente ella tendrá trabajo en Londres.


–¿Londres?


–Imagino que es allí donde vive el millonario. Una finca en el campo es algo para los fines de semana.


Si la señorita Webb pensaba organizar fiestas y cacerías para sus amistades, necesitaría a alguien que cuidase la finca. Alguien como Pedro. Paula sintió un cosquilleo de anticipación y tomó una galleta de chocolate para intentar contenerla. Pedro Alfonso era una amenaza y tenía suficientes problemas como para pensar en él. Además, Pedro nunca estaría interesado en ella. Que aún sintiera la marca de sus labios no significaba nada.

viernes, 10 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 20

 –Voy a llevar a Sofi de compras este fin de semana, a ver qué llama su atención.


–¿No deberías esperar a ver qué tiene en mente el nuevo propietario de Cranbrook Park antes de gastarte dinero en una casa que no es tuya?


–Un par de rollos de papel no van a arruinarme –dijo ella–. Además, cuando vea lo estupenda inquilina que soy, probablemente me suplicará que me quede.


Sin decir nada, Pedro cubrió otra silla con la toalla y puso su pie encima.


–¿No deberías estar trabajando? –le preguntó Paula mientras tiraba el agua de la palangana para volver a llenarla. 


Cualquier cosa para no pensar en lo agradable que había sido sentir el roce de su mano en el pie, lo agradable que era que alguien cuidase de ella. Para no pensar en el gran agujero que había no solo en la vida de Sofi sino en la suya.


–No hasta que haya terminado con esto –Pedro levantó su pie para sentarse en la silla y se lo colocó sobre el muslo.


Paula tragó saliva. Era como lo de ponerse bragas nuevas, solo que en aquel caso se trataba de laca de uñas. Nunca salgas de casa sin pintarte las uñas de los pies, en caso de que tengas un accidente y un hombre guapo decida lavarte… ¿Quién lo hubiera imaginado?


–Solo es un corte sin importancia –dijo Pedro, secando el pie con la toalla–. ¿Tienes una gasa?


Paula abrió el botiquín y sacó una caja de gasas, temblando ligeramente cuando sus dedos se rozaron.


–Estás helada. ¿No vas a tomar el té? –le preguntó él, poniendo la gasa sobre elcorte.


–Está demasiado dulce.


–Es medicinal… –su móvil empezó a sonar en ese momento y Hal miró la pantalla–. Tengo que irme –dijo entonces, levantándose y poniendo su pie sobre la silla–. Si te duele o se pone rojo, llama al médico.


–Sí, doctor.


Después de vaciar la palangana, Pedro se secó las manos y desapareció.


–Gracias, doctor –murmuró Paula, mientras escuchaba el sonido de sus pasos en la gravilla del camino.


Si se concentraba, casi podía seguir sintiendo las manos de Pedro en su pie, el sensual roce de sus dedos… Paula acababa de salir de la ducha cuando un golpecito en la puerta aceleró su corazón. ¿Sería Pedro de nuevo?


–Paula, soy Leticia.


No era Pedro con su bicicleta sino una vecina.


–¡Espera un momento, bajo enseguida!


A toda prisa, se puso una camiseta, haciendo una mueca de dolor cuando rozó su hombro, y un par de cómodos vaqueros.


–¿Estás bien? –le preguntó Leticia, al verla cojear.


–Sí, estoy bien.


–La señora Judd me dijo que había un hombre en tu casa.


La vida en Cranbrook podía haber cambiado mucho en la última década, pero la imposibilidad de hacer algo sin que todo el mundo se enterase en cuestión de minutos seguía intacta. Lo cual significaba que Pedro Alfonso no podía vivir en el pueblo. Leticia, que siempre insistía en que tenía que buscar a alguien, se habría enterado de inmediato.


Quédate Conmigo: Capítulo 19

Los ojos de Pedro eran de color azul oscuro, pensó Paula, y tenía arruguitas alrededor, como si sonriera a menudo. Pero su expresión dejaba claro que no iba a hacerlo por el momento y menos si le preguntaba por qué su madre, una mujer joven y guapa, había elegido vivir así.


–Sir Enrique me alquiló la casa después de prometerle que yo misma haría las reparaciones.


–Menudo tacaño.


–No había dinero para reparaciones –lo defendió ella.


–Y las hiciste tú por él.


–No tenía dónde vivir. Sir Enrique estaba haciéndome un favor.


Limpiarla, decorarla, convertir aquella casa en un hogar para ella y para Ally la había mantenido centrada, dándole un propósito durante los primeros meses, cuando su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Sin universidad, sin trabajo, sin familia. Solo ella y su hija. Limpiar, pintar, barnizar, todo eso había evitado que se muriese de miedo.


–Hicimos un trato –dijo Paula–. Si la casa estuviera reformada, yo no podría haber pagado el alquiler. Pero sir Enrique me dió los materiales y reemplazó los cristales rotos.


–¿Ah, sí? Qué sorpresa –Pedro sacudió la cabeza–. ¿Tienes cosquillas?


–No… ¿Qué estás haciendo? –preguntó ella, desconcertada por el cambio de tema.


Pedro no se molestó en responder mientras clavaba una rodilla en el suelo y tomaba su pie. Paula contuvo el aliento mientras pasaba una mano por el empeine.


–¿Te duele?


–Me escuece un poco.


Era mentira. Con la mano de Pedro deslizándose por su tobillo, no sentía ningún dolor.


–Sofi ha empezado a quejarse del papel de su habitación –Paula cambió de tema en un intento de distraerse.


–¿Sofi?


–Sofía, mi hija. Se llama como su abuela.


–Ah, claro –murmuró él.


–Aparentemente, se le ha pasado el momento de las hadas. No me puedo creer que dentro de nada vaya a cumplir ocho años.


–¿Ocho años es ser demasiado mayor para las hadas?


–Tristemente, sí.


–¿Y qué es lo siguiente? –preguntó Pedro. Paula estaba hipnotizada por el roce de sus manos. Unas manos con pequeñas cicatrices, las manos de un mecánico–. ¿Ballet? ¿Montar a caballo?


–Nada de ballet –respondió ella–. Le encantan los caballos, pero no puedo permitírmelo. La verdad, me da igual lo que elija mientras haya un tiempo entre ahora y los chicos. Los niños crecen tan rápido hoy en día.


–Siempre ha sido así.


–¿De verdad? Pues yo debí perdérmelo. Demasiados deberes, supongo –dijo Paula. Su madre no la dejaba ir al pueblo y, además, nadie se fijaba mucho en ella. Al menos, las chicas. Los chicos la habían mirado disimuladamente alguna vez, pero ninguno había sido lo bastante valiente como para decirle nada–. Las chicas del pueblo parecían mayores que yo.


–Pero eso ya no es un problema.


Paula negó con la cabeza.


–No, pero no se puede recuperar el pasado.


A los dieciocho años seguía siendo increíblemente ingenua y creía que el sexo y el amor iban de la mano…

Quédate Conmigo: Capítulo 18

Nada de aquello, las paredes limpias, los barnizados suelos de madera, las cortinas de encaje, cambiaba nada. Quitárselo, haciéndole a ella lo que su padre le había hecho a él, sería más dulce porque ahora perder la casita sería perder algo importante. Una toalla… La puerta del dormitorio principal estaba cerrada y Pedro decidió no abrirla. Paula era suficientemente turbadora sin ver la intimidad de su dormitorio. Pero la otra habitación estaba abierta y podía ver que la había convertido en un despacho. Una vieja mesa pintada en color verde oscuro servía como escritorio. Sobre ella un ordenador, una impresora y una pila de libros.  Sin darse cuenta, Pedro se encontró mirando por la ventana… Lo que antes había sido un sitio lleno de malas hierbas era ahora más que un jardín. Dividido por árboles y arbustos, había sitios para sentarse, una zona para jugar y, al fondo, un huerto de los que salían en los programas de televisión. Volvió a mirar los libros. Había esperado diccionarios, libros de Historia o referencia, pero se encontró con libros de jardinería. ¿Paula había hecho ese jardín? Con ayuda, seguro. La casa parecía decorada por un profesional y el jardín tenía un aspecto inmaculado. Y estaba seguro de que la mujer en la que Paula Chaves se había convertido siempre encontraría ayuda. Había pensado que era la niña buena de antes, pero su repuesta al beso lo había hecho cambiar de opinión. Dejó los libros sobre la mesa, pero al darse la vuelta se encontró con un corcho en la pared lleno de fotografías de una niña, desde que nació hasta una más reciente del colegio. Tenía el pelo negro y su piel dorada no era resultado de estar tumbada al sol. Solo sus solemnes ojos grises se parecían a los de Paula y él podía imaginar la sorpresa de los vecinos cuando llegó al pueblo con un bebé.


–¿Has estado echando un vistazo? –le preguntó Paula cuando bajó a la cocina.


–He decidido darte un poco de tiempo para que te pusieras presentable – respondió él, sin molestarse en negarlo–. La casa ha cambiado mucho.


Había cambiado por completo.


–¿Me estás diciendo que el joven Pedro Alfonso no estaba interesado en las hadas del bosque? –bromeó Paula.


–No habría importado que lo estuviera –respondió él–. Nadie se ocupaba de esta casa cuando yo vivía aquí y nadie hubiera podido convencer a Horacio Alfonso para que se gastase en reparaciones el dinero que malgastaba en el pub.


–El papel del dormitorio era de antes de la guerra –dijo Paula–. No es que me queje, pero era tan viejo que ni siquiera tuvimos que arrancarlo, se caía solo.


–¿Lo hiciste tú?


–Claro. No podía contratar a nadie.


–Pero es obligación del casero hacer las reapariciones.


–¿Ah, sí? Pues tu madre no pudo convencerlo. Debería haber comprado un par de latas de pintura y hacerlo ella misma.


–Mi madre no se hubiera atrevido…

Quédate Conmigo: Capítulo 17

Pedro se detuvo al pie de la escalera.


–Esa lengua tuya te va a meter en líos algún día, Paula Chaves.


–Demasiado tarde –murmuró ella mientras se quitaba las medias.


Admirar las largas y bien torneadas piernas que ya había admirado mientras estaba tirada en la zanja podría haber sido una buena compensación en un día que, por el momento, no estaba yendo como él había esperado. Había llegado al amanecer para dar una vuelta por la finca. Quería reclamar todos aquellos acres de terreno y disfrutar de su triunfo. La irrazonable ira que sintió al ver a un chico pescando a la orilla del río, en el sitio que había sido su favorito cuando él era un crío, lo había sorprendido. O tal vez era que manejase la caña de forma tan inexperta. El chico había jurado que pertenecía a su abuelo, pero Pedro temía que fuese robada. Cuando el chico desapareció, se había quedado por allí recordando sus días salvajes… Fue entonces cuando se fijó en que las márgenes del río habían sido erosionadas por las lluvias torrenciales del invierno. Se había puesto un mono y unas botas de goma que encontró en el Land Rover, dispuesto a inspeccionar los daños… Y entonces había aparecido Paula en su bicicleta. 


No había sido parte del plan volver a Cranbrook Park hasta que todo el papeleo estuviera solucionado y podía decir lo mismo de Primrose Cottage. No había ninguna razón para ir por ese camino que terminaba en una casita medio escondida y olvidada por todos. Horacio Alfonso nunca se había gastado un céntimo en reparar una casa que no era suya y Enrique Cranbrook habría preferido dejar que se hundiera antes de enviar a algún albañil. Nunca había entendido por qué se había quedado su madre. ¿Un retorcido sentido de la lealtad? ¿O era sentimiento de culpa? En su cabeza, la casa seguía exactamente igual que el día que subió a su motocicleta y se alejó de allí. Pero, como él, había cambiado por completo. Los cristales de las ventanas, rotos por Horacio Alfonso en un ataque de furia y cubiertos por cartones para evitar el frío, habían sido reemplazados. Los marcos de las ventanas estaban pintados de blanco y la deteriorada puerta, antes de color verde oscuro, era de color amarillo, a juego con las flores que flanqueaban el camino. Siempre había habido prímulas allí, pero ya no había malas hierbas. Los dos mil metros cuadrados de selva donde él había pasado horas reparando una vieja moto eran ahora un precioso jardín. Por dentro, todo había cambiado. Su madre había hecho lo imposible para que la casa tuviera un aspecto decente, sin conseguirlo nunca. Ahora, las paredes estaban pintadas de blanco y había una alfombra en la escalera… Una vez, había conocido cada centímetro de aquella casa. Sabía qué escalones no debía pisar cuando quería salir por las noches y, de manera instintiva, los evitó mientras subía la escalera para revisitar el pasado. Todo había cambiado también en el piso de arriba. Donde una vez había pósteres de motos en paredes necesitadas de una mano de pintura, ahora había un papel pintado de color marfil con dibujos de hadas. ¿Se parecería la hija de Paul Chaves a su madre? ¿Llevaría una trenza y un uniforme bien planchado o sería como su padre? Pedro sacudió la cabeza, como para apartar esa imagen. La vida de Paula Chaves no era asunto suyo.

Quédate Conmigo: Capítulo 16

A pesar de todo, tenía más suerte que muchas otras mujeres en su situación. Más suerte de la que merecía, según su madre. La mala noticia era que el Observer estaba a punto de reducir empleos y una madre soltera con problemas sería la primera de la lista.


–¿Ya está? –le preguntó Pedro, sacando un par de tazas del armario. A pesar de su insistencia en decir que estaba bien, a él le parecía que estaba demasiado pálida.


–Sí, ya está.


–¿No tienes que llamar al Ayuntamiento para disculparte?


–No hace falta –Paula miró el teléfono que tenía en la mano antes de dejarlo sobre la mesa–. Mi editor se encargará de la entrevista.


–Ah, bueno. Voy a limpiarte el pie.


Paula frunció el ceño cuando Pedro puso en el suelo una palangana llena de agua.


–No tienes que hacer eso. Voy a darme una ducha en cuanto te marches.


–Te has hecho un corte. Hay sangre en el suelo.


–¿Ah, sí? –Paula miró el suelo y comprobó que había unas gotitas de sangre–. Ha debido ser cuando me golpeé con la piedra.


Se había cortado y, sin embargo, ni siquiera había dejado escapar un gemido. Culpa suya. Si no la hubiera besado, si la hubiera dejado ir…


–Podría ser un cristal –le dijo–. O la anilla de alguna lata. No me puedo creer la basura que la gente tira en la finca.


–Mucha de esa basura llega volando hasta el camino. Mi padre solía volverse loco.


–Entonces no era yo solo el que destrozaba la finca –dijo Pedro–. Mete el pie en la palangana, tengo que ver qué profundo es el corte.


Sin molestarse en protestar, Paula metió el pie en el agua, suspirando.


–¿Te duele?


–No.


Pedro asintió con la cabeza mientras se daba la vuelta para servir el té. No debería haber ido a Cranbrook. Su intención había sido dejárselo todo a los abogados, pero era como un diente dolorido que uno no podía dejar en paz.


–¿Tienes algún antiséptico? –le preguntó.


–Debajo del fregadero, en el botiquín.


–¿Una toalla?


–Hay toallas limpias en el baño. Está en…


–Sé dónde está el baño –la interrumpió Pedro, sacando una galleta de chocolate de la lata–. Cómetela.


–Yo…


–Y deberías quitarte las medias mientras voy a buscar la toalla.


–¿No crees que puedo hacerlo yo solita?

miércoles, 8 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 15

 –Mi madre solía hacer lo mismo –le explicó él–. De hecho, estoy seguro de que era el mismo ladrillo.


–Vete –dijo Paula, tirando el zapato que le quedaba en la entrada, donde colgaban las botas y los impermeables.


–¿No vas a ofrecerme una taza de té? –le preguntó él, quitándose las botas.


–Si no hay más remedio…


–No me gusta el azúcar.


–Pues a mí sí.


El teléfono empezó a sonar en ese momento y, cojeando, Paula se acercó para responder.


–¿Sí?


Pedro apartó a dos gatos que dormían sobre una silla y, sin decir nada, la sentó en ella.



–¿Paula?


–Ah, Bruno…


–¿Algún problema? –Bruno Gough, el editor jefe del Observer, parecía más preocupado que enfadado. Pero era lógico porque ella siempre había intentado hacer bien su trabajo y ganar puntos por si su hija se ponía enferma algún día y no podía acudir a la oficina–. Acabo de hablar con Charlie…


«Charlie» debía ser Carlos Peascod, el director del comité de planificación. Paula miró su reloj y dejó escapar un suspiro.


–Sí, lo siento…


–¿Qué ha pasado?


–Lo siento mucho, pero he tenido un pequeño accidente.


–¿Estás bien?


–Sí, no ha sido nada.


–No parece que estés muy bien.


–Lo estaré –murmuró ella, mientras Hal llenaba de agua la tetera–. Me he caído de la bicicleta.


–¿Has ido al hospital? –le preguntó él.


–No es nada grave, solo tengo algunas magulladuras, pero me he caído en una zanja y estoy llena de barro. En cuanto me haya dado una ducha iré para allá. Con un poco de suerte, tomaré el autobús de las once.


–Yo puedo ir a la reunión, no te preocupes.


La inmediata reacción de Paula fue protestar, pero por alguna razón estaba temblando como una hoja. Si no estuviera sentada se habría caído al suelo.


–Tómate el resto de la semana libre, Paula. Nos veremos el lunes.


–Si insistes –dijo ella–. Llamaré al señor Peascod para pedirle disculpas y quedaré con él el lunes.


–No te preocupes por Charlie. Voy a ir a comer con él y seguramente será más indiscreto cuando haya tomado una copa de vino.


Por supuesto que sí. Los chicos se entendían bien, fuera en el campo de golf o en el pub. Bruno Gough no tenía que hacer un esfuerzo por ir arreglado o ponerse su mejor traje de chaqueta. Lo llevaría al King’s Head, donde tomarían un roast beef a costa del periódico, y Charlie le contaría todo lo que pasaba en Cranbrook Park. Siempre había sido así. A ese paso, acabaría escribiendo artículos sobre el belén navideño del pueblo hasta que se jubilase. Gracias a Dios por el blog "El pulgón y el diente de león", que había creado para la edición digital del periódico. Nadie más que ella podía escribir un blog sobre jardinería y esa era una buena noticia.

Quédate Conmigo: Capítulo 14

¿Pero cómo podía ella haber dejado que Pedro Alfonso la besara? ¿Cómo podía haber respondido al beso como si llevara la mitad de su vida esperándolo? Sus sentidos parecían más vivos que nunca, su sangre ardiendo después de un momento en el que nada más importaba, ni su dignidad, ni su hija… El beso había sido todo lo que su imaginación de niña había soñado y más. Emocionante, un sueño hecho realidad que podría rivalizar con cualquier cuento de hadas. Patético. Paula se agarró desesperadamente a esa palabra, cerrando los ojos en un vano intento de olvidar el olor de su piel, el calor de sus labios y la fuerza de sus hombros.


–¿Me has oído?


Pues claro que lo había oído.


–¡Espera!


Parecía enfadado. ¿Por qué iba a estar enfadado? Era él quien la había besado sin pedir permiso…


–Te he traído el zapato.


Paula lo tomó sin dejar de caminar, sin mirarlo. Estaba lleno de barro y lo tiró en la zanja con gesto desafiante.


–Eso ha sido una estupidez.


–¿Ah, sí?


Probablemente, sin duda. Volvería a buscarlo más tarde.


–¿Cuál es la multa por tirar basura en la finca?


–¿Seguro que quieres saberlo?


Paula tropezó con una raíz y Pedro la sujetó del brazo.


–Piérdete –le espetó ella, intentando soltarse–. ¿Vas a sacarme de aquí a la fuerza?


–Es por tu propia seguridad.


–Archie no va a molestarme, voy a pie. ¿Pero quién va a salvarme de tí?


–Te has llevado un susto –replicó él.


–¡Ahora te preocupas!


Desde luego que se había llevado un susto, pero no tenía nada que ver con Archie sino con Pedro Alfonso. Con que la hubiera besado y ella le hubiera devuelto el beso que había esperado toda su vida. ¿Cómo se atrevía a mostrarse tan calmado cuando ella estaba de los nervios?


–Es un poco tarde para hacer el papel de caballero andante, ¿No te parece?


–Me confundes con otro.


–No, imposible –Paula tropezó con una piedra, pero apretó los dientes para no gritar de dolor y para no decir algo que pudiese lamentar más tarde.


Pero cuando Pedro la tomó por la cintura, no tuvo más remedio que apoyarse en él. La alternativa era empujarlo y eso sería peor. La tentación de rendirse, como se había rendido al beso, era tan fuerte que tuvo que hacer un esfuerzo para distanciarse mentalmente de la ilusión de seguridad que ofrecían sus brazos y rezar para que pensara que su dificultosa respiración era debida al «Susto». Cuando llegaron a la verja tomó la caña de pescar que le ofrecía, pensando que quería que se la devolviera a Iván.


–Gracias… –la palabra terminó en un gritito cuando Pedro se inclinó para tomarla en brazos como si fuera una novia. Con la caña en la mano, lo único que pudo hacer fue echarle el otro brazo al cuello mientras Pedro tomaba el camino de gravilla que llevaba a la puerta trasera.


–¿La llave? –le preguntó, dejándola en el suelo.


–Estoy en casa, ya puedes irte –dijo Paula, apoyando la caña en la pared. No pensaba darle las gracias otra vez.


–¿Vas a ponerte difícil?


–Desde luego que sí.


Pedro se encogió de hombros mientras buscaba el ladrillo bajo el que escondía lallave.


–Pero bueno…

Quédate Conmigo: Capítulo 13

Paula Chaves se alejó, abandonando su bicicleta, su zapato y una colección de horquillas cuando el pelo cayó sobre sus hombros. Pedro sabía que debería ir tras ella, pero no le hacía falta ver su sorprendida expresión o su espalda erguida para saber que debía ir con cuidado. Estaba claro que nada de lo que dijera o hiciera sería bienvenido en ese momento, aunque no sabía si su rabia iba dirigida contra él o contra sí misma. Lo único que sabía con certeza era que Paula Chaves nunca volvería a pasar por el camino en su bicicleta. Nunca volvería a tirarle una manzana a Archie.


–Un trabajo bien hecho –murmuró mientras, furioso consigo mismo y con ella, volvía a la zanja para recuperar el zapato de Paula. Con el zapato en una mano y la caña que había confiscado a Iván Harker en la otra, la siguió.


Era la primera vez que perdía el control en muchos años y no lo había hecho solo una vez, sino dos. Primero cuando la besó y luego cuando la inesperada rendición de Paula lo había hecho olvidar que su intención era castigarla por insultarlo ofreciéndole un soborno. Pero sobre todo castigarla por ser una Chaves. Sin embargo, se había olvidado de todo al sentir sus labios cediendo bajo los suyos, al rozar la seda de su lengua, al notar el calor de su cuerpo mientras se agarraba a él. Quién de los dos había recuperado antes el control, no podría decirlo. Solo sabía que cuando dió un paso atrás, Paula estaba mirándolo como si hubiera chocadocon un muro de ladrillo. Cualquier otra mujer lo habría mirado con los ojos entornados, las mejillas arreboladas y una sonrisa en los labios, pero Paula Chaves parecía un conejo cegado por los faros de un coche y, bajo la mancha de barro, sus mejillas estaban pálidas. Y no le había dado la oportunidad de decir… ¿Qué? ¿Lo siento? ¿A la hija de Miguel Chaves? ¿La chica que era demasiado buena para mezclarse con los chicos del pueblo? ¿La mujer que incluso viviendo en la peor casa de la finca seguía haciendo el papel de señora condescendiente, como había hecho su madre? Buscando trabajos de caridad para los pobres, desdeñando a los que consideraban por debajo de ellos… No, las cosas no iban a ser así. Pero ella no había esperado a que se disculpase. Después de mirarlo con cara de sorpresa, Paula se había dado la vuelta sin decir una palabra, como si él siguiera siendo la basura que su padre, igual que sir Enrique, pensaba que era. Como si ella fuera la princesa de Cranbrook. La rueda torcida de la bicicleta estaba clavada en el barro y, maldiciendo en voz baja, Pedro la sacó de un tirón.


–¡Espera, maldita sea!


Paula quería morirse. No, eso era ridículo. Ella no era una cría idiota enamorada del chico malo del pueblo. Era una mujer madura, responsable y sensata. Que quería morirse. ¿Cómo se atrevía? Muy fácil: Pedro Alfonso siempre había hecho lo que le daba la gana.

Quédate Conmigo: Capítulo 12

¡No! ¿Qué estaba pensando? En un movimiento que pilló a Pedro desprevenido, y decidida a poner distancia entre los dos antes de hacer el ridículo, Paula intentó apartarse. Pero el día no había terminado con ella. Hacía un día soleado, pero había llovido por la noche y su pie, sin zapato y seguramente con las medias rotas, se deslizó por el borde de la zanja. De modo que perdió el equilibrio y habría vuelto a caerse si Pedro no la hubiese tomado por la cintura en un gesto que era menos un rescate que una conquista.


–Has pasado por el camino todos los días esta semana y no creo que vayas a dejar de hacerlo a menos que tengas una buena razón.


–Archie es un buen vigilante.


–No para los que conocen el truco de la manzana. Una debilidad de la que tú te has aprovechado muchas veces. Llegar tarde a trabajar parece ser una costumbre tuya.


¿La había visto? ¿Cuándo? Y, sobre todo, ¿Por qué nadie había comentado nada en el pueblo? Tal vez no quedaba mucha gente que recordase al temerario Pedro Alfonso, pero la llegada de un hombre tan guapo debería ser noticia.


–¿Estabas esperándome?


–Tengo mejores cosa que hacer, te lo aseguro. Lo que pasa es que esta mañana te ha abandonado la suerte.


–Ah, y yo pensando que había sido un accidente. Bueno, ¿Qué piensas hacer? ¿Llamar a la policía?


–No –respondió Pedro–. Voy a ponerte una multa.


Paula rió, pensando que estaba de broma. Pero él la miraba, muy serio.


–¿Puedes hacer eso? –le preguntó–. Ah, ya lo entiendo…


No había cambiado. Sus hombros eran más anchos y resultaba más atractivo que cuando se marchó del pueblo, pero por dentro, donde importaba, seguía siendo el chico que pescaba furtivamente, el que recorría el parque en su moto y hacía pintadas en las paredes de la fábrica de sir Enrique. Supuestamente, porque nadie había podido pillarlo nunca. Había vuelto como guardés y, aparentemente, consideraba aquello una parte entretenida de su trabajo. Paula se encogió de hombros para intentar esconder su desilusión mientras sacaba la cartera del bolso.


–Muy bien, diez libras. Es todo lo que llevo, lo tomas o lo dejas.


–Lo dejo –respondió él–. Yo estaba buscando algo más sustancial como pago.


Algo lo bastante memorable como para que la próxima vez que sientas la tentación de pasar por aquí en bicicleta te lo pienses muy bien. Paula abrió la boca para decir que tener que pagar diez libras era suficientemente memorable, pero lo único que salió de su garganta fue un gemido mientras Pedro la apretaba contra su torso y sus caderas chocaban contra los fuertes muslos masculinos. Por un momento, se quedó inmóvil, de puntillas… Y él la miró a los ojos.


–¿Qué haría que te lo pensaras dos veces, Paula?


¿Había pensado que sus ojos eran cálidos? Pues se equivocaba. Y seguía preguntándose cómo podía haberse equivocado cuando Pedro se apoderó de su boca. Era indignante, sorprendente, una desvergüenza. Y todo lo que Paula había imaginado que sería.

Quédate Conmigo: Capítulo 11

 –Pronto será de dominio público –insistió, esperando que no viera que estaba desesperada por saberlo.


–Entonces no tendrás que esperar mucho, ¿No?


–Muy bien, no me digas el nombre del propietario, pero sí puedes decirme qué va a pasar con la casa. ¿La convertirán en un hotel, un centro de conferencias?


–¿No decías que la había comprado una inmobiliaria?


–Bueno, ya sabes, cuando no hay noticias, el vacío se llena de mentiras y rumores.


–¿Ah, sí? –Pedro se irguió, guardando la navajita en el bolsillo–. De eso, tú sabes más que yo.


–Yo trabajo para un periódico local. Publicamos rumores y cotilleos, pero no mentiras.


–Espera –dijo él cuando intentó levantarse.


Pensando que aún no había desenganchado la chaqueta, Paula esperó, pero Pedro puso las manos en su cintura. Debería haber protestado y lo habría hecho si la conexión entre su cerebro y su boca estuviera funcionando con normalidad. Pero lo único que salió de su garganta mientras la levantaba fue un suspiro… Seguido de un gemido cuando su zapato se quedó enganchado en el barro. De repente, se encontró con la nariz apretada contra la pechera del mono verde y se olvidó por completo del zapato. Pedro Alfonso tenía un olor propio. Olía a aire fresco, a hierba y a diente de león, pero había algo más. El olor a piel cálida y sudor limpio le pareció inesperadamente excitante. Era insolente, provocador y profundamente turbador, pero se dijo a sí misma que debía calmarse.


–Si me perdonas… –empezó a decir, intentando evitar esos ojos oscuros que podían ser negros o verdes, mientras se agarraba a sus hombros para recuperar el equilibrio–. Tengo que irme.


–¿No olvidas algo?


–¿El zapato? –sugirió ella, esperando que Pedro lo sacase del barro. Después de todo, iba vestido para trabajar. Aunque la idea de volver a ponérselo lleno de barro no le apetecía mucho, no pensaba estropear los zapatos de tacón que llevaba en el bolso.


–Me refería a que ibas en bicicleta por el camino. Saltándote las reglas sin pensarlo dos veces.


–Lo dirás de broma –Paula soltó una risotada que se cortó al ver que él la miraba con toda seriedad. No estaba bromeando y la intensidad de sus ojos aceleraba su pulso–. No, tienes razón. Ha sido un error por mi parte. No volverá a pasar.


–No te creo.


–¿Ah, no? ¿Y cómo puedo convencerte?


Las palabras salieron de la boca sin que pudiera evitarlas y Pedro esbozó una sonrisa. No tenía sentido decir que no lo había dicho con segunda intención porque él no la creería. Paula no estaba segura de si lo creería ella misma. Parecía una invitación, sonaba como una invitación… Con el estómago encogido por una confusa mezcla de miedo y excitación, pensó que él iba a besarla. Que iba a tomarla entre sus brazos y hacer realidad los sueños adolescentes que le había confiado a su diario. Antes de conocer a Jared, estar entre los brazos de Pedro Alfonso era el límite de su imaginación.

lunes, 6 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 10

 –Para unos cuantos privilegiados.


–Esta finca siempre ha sido importante para la gente de Maybridge.


–Si estás cubriendo la noticia sobre la finca, imagino que trabajas para el periódico local.


–Para el Observer, sí.


–¿Eso es lo mejor que has conseguido con una educación tan cara?


–¡Pero bueno…!


De modo que Pedro Alfonso se acordaba de ella. Su uniforme rosa y gris del colegio Dower llamaba la atención entre las camisetas rojas del instituto Maybridge. Los otros chicos del pueblo se reían y Paula fingía que no le importaba, pero los  envidiaba porque no le gustaba ser diferente. Quería ser uno de ellos, formar parte del grupo que esperaba en la parada del autobús todas las mañanas mientras ella iba en dirección contraria.


–Según tu madre, ibas directa a Oxbridge y conseguirías un puesto en un periódico importante.


–¿Ah, sí? –murmuró Paula, como si no recordase los comentarios de su madre. Ella no se daba cuenta, pero sabía que las dos eran objeto de burla en el pueblo–. Evidentemente, no soy tan lista como ella creía.


–No, eso no es verdad. ¿Cuál es la verdadera razón?


Debería sentirse halagada, pero hablar de eso le recordaba un momento triste de su vida.


–Mi hija –respondió Paula. Si había vuelto al pueblo, Pedro se enteraría de todas formas–. Doña Estirada, vencida por sus hormonas. En su momento fue la comidilla del pueblo.


–¿Conozco al padre? –preguntó él.


–No creo que haya mucha gente en el pueblo a la que recuerdes –respondió Paula–. Como sabes, ya no hay muchos puestos de trabajo en la finca para la gente de nuestra generación.


La fortuna de sir Enrique había ido disminuyendo con los años. Las importaciones baratas habían arruinado su negocio y, con las fábricas cerradas, la finca había perdido dinero. Y Cranbrook Park necesitaba reparaciones urgentes. Algunos de los edificios estaban a punto de caerse y muchas de las cercas ya no servían de nada. De ahí que Archie se hubiera instalado allí.


–Nadie que se acuerde de mí es lo que quieres decir. ¿Crees que no me darían la bienvenida?


–No, no, lo que quiero decir…


–Sé lo que quieres decir –la interrumpió él, intentando desenganchar la chaqueta de los pinchos.


-¿Puedes decirme qué va a ser de la finca? –le preguntó Paula entonces, yendo directa al grano.


–Su futuro se anunciará públicamente en un par de días. Imagino que tu periódico recibirá una copia…


–¡Entonces es verdad que la han vendido! –exclamó ella. Ese era un titular de portada–. ¿Quién es el nuevo propietario?


–¿Quieres una exclusiva para el Observer? –Hal esbozó una sonrisa y Paula tuvo que tragar saliva. Era más madura, pero el efecto que Pedro Alfonso ejercía en ella seguía siendo el mismo–. ¿O solo quieres cotilleos?


–Oye, soy una madre soltera que trabaja mucho, no me dedico a perder el tiempo con cotilleos.


–¿El padre de tu hija te dejó?


–No es asunto tuyo –replicó Paula–. Vamos Pedro, es evidente que sabes algo.


Si fuera el director del comité de planificación habría pestañeado coquetamente, pero Pedro Alfonso no era un hombre con el que una quisiera flirtear… A menos que esperase algo más. De niña, no sabía el peligro que él representaba; de adulta, no tenía esa excusa.

Quédate Conmigo: Capítulo 9

 –¿Perdona?


Estaba más cerca de lo que había pensado y el roce de su cuerpo la hacía temblar.


–Son más de las nueve, así que imagino que llegas tarde a trabajar.


Su pelo era oscuro, espeso. De joven lo llevaba más largo, cayendo sobre los ojos. Ahora lo llevaba cortado con tal precisión que ni siquiera la caída en la zanja lo había despeinado.


–Pues sí, pero no porque me haya dormido.


Su aliento era cálido y Paula sintió que se le ponía la piel de gallina. Debería apartarse, poner distancia entre ellos. Nunca había estado lo bastante cerca como para ver el color de sus ojos. En su cabeza eran azul grisáceo, casi de color pizarra, pero en aquel momento le parecían de un cálido tono verde. ¿O sería el reflejo de las hojas de los árboles sobre sus cabezas? Pedro enarcó una ceja mientras sacaba una navajita del bolsillo.


–¿Algo más interesante te ha retenido en la cama?


–Podríamos decir que sí –dijo ella. Si quería pensar que se trataba de un hombre, no le importaba–. Lo que me preocupa es mi cita de las diez. Tenía que hablar con el director del comité de planificación del Ayuntamiento.


Pedro miró su reloj.


–Pues no vas a llegar.


–No.


Había cosas peores que caerse a una zanja y perder su trabajo era una de ellas.


–Si te das prisa, podría llamarlo y pedirle que me recibiera un poco más tarde.


–Cuidado, señorita Chaves –le advirtió él–, o la dejaré donde está.


Si Pedro Alfonso trabajaba en la finca, probablemente sabría más que el departamento de planificación sobre lo que estaba pasando.


–Iba a hablar con él sobre la finca Cranbrook. Circula el rumor de que la ha comprado una inmobiliaria.


El rumor era cierto, pero estaba intentando averiguar si él sabía algo.


–¿Y por qué te interesa eso?


–La finca es mi casero, así que tengo mucho interés en saber qué va a ser de ella.


–¿Tienes un contrato de alquiler?


–Claro –respondió Paula. Y solo le quedaban tres meses–. Pero conozco a sir Enrique desde que tenía cuatro años y no puedo esperar que el nuevo propietario se preocupe tanto por sus inquilinos. Tal vez no querrá renovar el contrato o me subirá el alquiler… Y hay rumores sobre la construcción de una fábrica.


–¿Y no quieres que se construya una fábrica en tu parque?


–También es el tuyo. Vivo en Primrose Cottage.


–¿Y los puestos de trabajo que crearía esa fábrica? –replicó él–. ¿Eso no te importa? ¿Qué será de Iván Harker?


–Soy periodista –respondió Paula. Un título que tal vez le quedaba un poco grande a la redactora de un periódico local, pero eso no iba a decírselo–. Me interesan todos los pormenores de la noticia y proteger las zonas verdes es uno de ellos.

Quédate Conmigo: Capítulo 8

 –Imagino que será Iván Harker. Su madre está desesperada con él –dijo Paula–. Dejó el colegio el año pasado y no quiere trabajar. Antiguamente, el Estado le habría enseñado un oficio…


–Y trabajaría por una miseria.


–El sueldo mínimo, ya sabes. No es mucho, pero es mejor que nada. Si el nuevo dueño de la finca quiere contratar gente, podrías darle referencias.


–¿Quieres que le busque un trabajo? –exclamó Pedro.


–Tal vez haya alguna escuela profesional patrocinada por el Estado o algo así. Por favor, Pedro, ¿Si hablo con él, lo dejarás en paz?


–Si yo hablo con él, ¿Me dejaras en paz tú a mí?


–Haré algo mejor que eso –respondió Paula–. Te haré un pastel de limón. O una tarta de manzana.


–No te molestes –murmuró Pedro, mirando la bicicleta–. La rueda delantera se ha torcido.


Paula tuvo que tragarse la desilusión.


–Genial. He perdido mi bicicleta por olvidar la manzana. ¿Se puede arreglar?


–¿Merece la pena? –le preguntó él, alargando una mano para ayudarla a levantarse–. Debe tener cincuenta años.


–No, tiene más. Era de la niñera de sir Enrique.


Tenía las manos frías, o tal vez las suyas estaban demasiado calientes. Fuera como fuera, algo le ocurrió a sus pulmones cuando se rozaron, como si no fueran capaces de tomar aire. ¿Sería esa la prueba de que sufría una conmoción cerebral? Pedro salió de la zanja y tiró de su mano, pero algo se enganchó en su chaqueta de lana.


–¡Espera! –exclamó Paula. Ya se había cargado la bici y no pensaba cargarse su mejor chaqueta–. Se ha enganchado con algo… ¡Ay! –al apoyarse en la pared de la zanja se clavó en la mano algo con espinas–. Este es mi día de suerte, desde luego.


–Eso depende de si te han puesto la antitetánica recientemente.


¿Había en su tono una nota de preocupación? ¿O era la esperanza de que tuvieran que ponerle una inyección?


–Gracias por preocuparte.


En aquel momento preferiría un pinchazo que la vacunara contra los hombres peligrosos, de esos que se ponían en tu camino y hacían que te ruborizases como si tuvieras trece años otra vez. Hombres que te hacían sentir…


–Toma, usa esto –Pedro le ofreció un pañuelo recién planchado–. Deberías levantarte más temprano –dijo luego, arruinando la galantería.

Quédate Conmigo: Capítulo 7

 –¿Sigues de una pieza? –le preguntó Paula, mientras concentraba la mirada en las violetas de la zanja.


–Sobreviviré –respondió Pedro.


Ella se encogió de hombros, arriesgándose a mirarlo de nuevo.


–Estupendo.


Esta vez la sonrisa llegó a sus ojos y, de nuevo, el corazón la traicionó.


–¿Nos arriesgamos a movernos? –preguntó él.


Ella ya no era una impresionable adolescente, se recordó a sí misma. Era una mujer adulta, una madre.


–La verdad es que sigo un poco mareada.


Eso, al menos, era verdad. Aunque no sabía si el mareo tenía que ver con la caída o con aquel inesperado encuentro.


–Muy bien, tú rueda un poco hacia la derecha y yo haré lo posible para desengancharnos.


Paula dejó escapar un gemido al sentir sus dedos en la rodilla. Había pasado una eternidad desde que era una niña tímida que lo miraba desde lejos, pero Pedro seguía atrayéndola y asustándola en la misma medida. Bueno, tal vez no en la misma medida…


–¿Te duele?


–¡No! Es que tienes las manos frías –respondió ella.


–Eso es lo que pasa cuando tocas una trucha –dijo Pedro, confirmando su impresión de que volvía del río cuando lo atropelló.


–¿Sigues vendiendo la pesca al dueño del Feathers?


–¿Sigue comprando truchas furtivas? –le preguntó Pedro–. Hoy en día tendría que pagar mucho más.


–Ese es el problema de la inflación –asintió Paula–. Espero que tu caña siga de una pieza.


Pedro movió cómicamente las cejas.


–¿No te has dado cuenta?


–Tu caña de pescar –aclaró Paula, apartando la mirada.


–No es mía –dijo Pedro, apiadándose de ella–. Se la confisqué a un chico que estaba pescando sin licencia.


–¿Se la has confiscado?


Paula vió el escudo de los Cranbrook bordado en el mono. ¿Trabajaba en la finca? ¿Un furtivo convertido en guardés? Le parecía muy raro. Pero a Hacienda le serviría de ayuda si quería proteger lo que quedase de las posesiones de sir Enrique porque conocía la finca al dedillo…


–¿No son caras las cañas de pescar?


–Se la devolveré cuando pague la multa.


–¿Una multa? –repitió Paula–. Solo estaba haciendo lo que hacías tú cuando tenías su edad.


–La diferencia es que yo era lo bastante listo como para que no me pillaran.


–No sé si eso es algo de lo que debieras estar orgulloso.


–Es mejor que la alternativa –replicó él–. Y veo que conoces al chico.

Quédate Conmigo: Capítulo 6

 –Me sorprende que me reconozcas –le dijo, intentando calmar los frenéticos latidos de su corazón. No pensaba admitir que tener la mano entre sus piernas era una intimidad con la que había soñado en la oscuridad de su habitación cuando era adolescente.


Paula apartó la mano de golpe y contuvo un gemido cuando se golpeó los nudillos con el freno de la bicicleta.


–No has cambiado mucho –el tono de Pedro sugería que no estaba dándole la enhorabuena–. Sigues siendo la niña modosita de siempre. Y sigues pasando por el camino en la bicicleta. Seguro que es la única regla que te has saltado en toda tu vida.


–Saltarse las reglas no tiene ningún mérito –replicó ella, molesta. Que pensara que seguía siendo la misma que cuando llevaba el uniforme del colegio y la trenza era insultante–. Y tampoco tiene ningún mérito esconderse entre los sauces para pescar las truchas de sir Enrique, por cierto. Y no es la única regla que tú te saltas.


–Ya veo que tienes una lengua muy afilada.


También eso le dolió. Lo había atropellado, sí, pero porque la perseguía un burro particularmente violento. Cualquier otro hombre estaría intentando esconder una sonrisa. De hecho, estaría riéndose a carcajadas.


–En cuanto a las truchas, nunca le han pertenecido a Enrique Cranbrook –siguió Pedro–. Solo tenía derecho a ponerse a la orilla del río con una caña, pero ya ni siquiera tiene eso.


–Tal vez no –asintió ella–, pero si los rumores sobre los problemas económicos de sir Enrique son ciertos, ahora son de Hacienda y a Hacienda no le hará ninguna gracia que tú pesques cuando te parezca.


Niña modosita y regañona, pensó Paula.


–¿Tú crees?


–No te preocupes, por esta vez miraré hacia otro lado… Si prometes no chivarte de que he pasado por aquí con la bici.


–¿Salimos de la zanja antes de que sigas intentando sobornarme? –sugirió él.


¿Sobornarlo? Pero si estaba de broma. Ella no era tan estirada…


–No pareces tener una conmoción y, a menos que me digas que no sientes las piernas o que te has roto algo, prefiero que las ambulancias se ocupen de urgencias de verdad.


–Buena idea –asintió Paula. Lo suyo era una emergencia, pero no médica. Y si ella era la protagonista de un artículo, sus compañeros del periódico no la dejarían en paz–. Espera un momento, voy a comprobarlo.


Movió las piernas y los brazos, flexionando los dedos para comprobar si tenía algún hueso roto, pero todo parecía funcionar con normalidad. Se había dado un golpe en el hombro al caer en la zanja, pero probablemente no tendría más que un cardenal. Aparte de eso, una rozadura en la espinilla y el pie izquierdo metido en un charco, nada importante.


–¿Y bien?


–No me he roto nada –respondió Paula–. Pero tengo suficiente sensación bajo la cintura como para saber dónde está tu mano.


Pedro no parecía sentir la necesidad de disculparse, pero considerando que lo había atropellado mientras iba a toda velocidad, no quería pensar dónde tendría él los cardenales. O dónde había estado su propia mano.


–¿Y tú? –le preguntó.


–¿Si puedo sentir mi mano en tu trasero?


Pedro esbozó una sonrisa y el corazón de Paula, que había empezado a latir a un ritmo más o menos normal, se lanzó al galope dentro de su pecho.

viernes, 3 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 5

 –No a menos que me diga que no sabe contar a partir de tres.


–Ahora mismo, no estoy segura de mi propio nombre.


–¿Paula Chaves le resulta familiar?


Fue entonces cuando Paula cometió el error de levantar la cara del macizo de violetas para mirarlo. Y la posible conmoción se convirtió en riesgo de infarto, con todos los síntomas: Arritmia, boca seca, ligera pérdida de conocimiento. El hombre al que había atropellado no era un irascible anciano que insistía en la santidad del paseo, aunque fuera poco escrupuloso sobre dónde pescaba. Era irritable, pero no un anciano. Todo lo contrario. Era un hombre maduro. Maduro en el sentido de los hombres que habían pasado de la belleza púber de la adolescencia y la primera juventud. Aunque Pedro Alfonso nunca había sido exactamente guapo. Había sido un joven flaco y rebelde que la había atraído y asustado al mismo tiempo. De adolescente, anhelaba que se fijase en ella, pero habría salido corriendo si él hubiese mirado en su dirección. Su madre habría tenido pesadillas de haber sospechado que su niña pensaba de ese modo en un chico. Aunque su madre no tenía nada de qué preocuparse en lo que se refería a Pedro Alfonso porque era demasiado joven como para que se fijase en ella. Había muchas chicas con curvas, chicas que se veían atraídas por su aura de joven temerario que a Paula la hacía temblar un poco… Bueno, mucho, y que la hacía sentir algo que entonces no entendía. Había sido como mirar a un actor de cine o a una estrella del rock en televisión. Una se emocionaba, pero no sabía qué hacer con esa emoción. O tal vez solo le pasaba a ella. 


Paula no era una de las chicas guapas del colegio, siempre riéndose de cosas que las demás no entendían. Mientras ellas se hacían mujeres y salían con chicos, tenía que experimentarlo todo de segunda mano a través de las novelas románticas. Pedro había madurado desde el día que sir Enrique Cranbrook lo echó de allí después de un incidente… Aunque Paula nunca había descubierto qué pasó. Sus padres hablaban del asunto en voz baja, pero de inmediato cambiaban de tema si ella entraba en la habitación y Paula nunca había tenido una amiga con la que compartir secretos. De modo que llenaba su diario con todo tipo de fantasías sobre lo que había pasado y sobre el día que Pedro volvería a Cranbrook Park para encontrarla convertida en una mujer, el patito feo convertido en un cisne. Definitivamente, material para una novela romántica… Pero con el paso de los años, su diario había sido abandonado y Pedro olvidado por un romance de verdad. Sin embargo, estando tan cerca, mucho más cerca de lo que había imaginado en sus fantasías de niña, descubrió que la atracción que sentía por él había aumentado con los años. Ya no era el chico flaco con unos hombros que aún no podía llenar y unas manos demasiado grandes para sus muñecas, pero seguía teniendo esos pómulos tan pronunciados, la mandíbula marcada y una nariz que parecía haber recibido más de un golpe. El único rasgo suave de su rostro era la sensual curva de su labio inferior. Pero eran sus ojos, tan oscuros a la sombra de los árboles, lo que más llamaba la atención. Eran unos ojos enérgicos, vibrantes, que hacían que una mujer no pudiese respirar. Paula se recordó a sí misma que tenía veintiséis años y era una mujer adulta y trabajadora que mantenía a una hija. Una mujer adulta no se ruborizaba. Para nada.

Quédate Conmigo: Capítulo 4

–¿Y usted qué? –le espetó ella. Aunque su campo de visión era reducido, podía ver que llevaba un mono de color verde. Y estaba segura de haber visto unas botas de goma pasar ante sus ojos un segundo antes de caer al suelo–. Seguro que no tiene permiso para pescar aquí.


–No, no lo tengo –admitió él, sin el menor remordimiento–. ¿Se ha hecho daño?


Por fin…


–No, no me he hecho daño.


–Si no se mueve, no podré levantarme.


–Lo siento, pero uno no debe moverse después de un accidente. En caso de que haya una lesión grave –dijo Paula, esperando que se mostrase preocupado como era su deber.


–¿Y qué sugiere, que nos quedemos aquí hasta que pase una ambulancia?


–Llevo un móvil en el bolso. Lo llevaba a modo de bandolera y debía estar en su espalda. Y seguramente era una suerte o se habría dejado llevar por la tentación de golpearlo con él. ¿Cómo se le ocurría aparecer así, de repente, delante de su bicicleta cuando estaba huyendo de un burro?–. Si lo encuentra, puede llamar a Urgencias.


–¿Le duele algo? –le preguntó él. Paula detectó una traza de preocupación, de modo que debía estar entendiendo el mensaje–. No voy a llamar a Urgencias para que curen un ego herido.


No, había vuelto a equivocarse.


–Puede que tenga una conmoción cerebral –replicó ella–. O podría tenerla usted.


Una podía soñar.


–Si es así, la culpa será suya. Se supone que debe llevar el casco en la cabeza, no en la cesta, ¿Es que no lo sabe?


Tenía razón, por supuesto, pero el director del comité de planificación del Ayuntamiento era un hombre muy anticuado y si una mujer periodista iba a entrevistarlo tenía que ir vestida con falda y zapatos de tacón. Y después de haber hecho el esfuerzo de recoger su pelo en un elegante moño para el misógino no iba a estropearlo poniéndose un casco. Había pensado tomar el autobús esa mañana y de no haber sido por el enorme moscardón que había entrado en la cocina lo habría hecho…


–¿Cuántos dedos ve? –le preguntó él.


–¿Qué? –Paula parpadeó cuando una mano llena de barro apareció ante su cara; la mano que no estaba tocando su trasero de una manera exageradamente familiar. Aunque no pensaba decirle que lo había notado. No, sería mejor hacer como si no se diera cuenta y concentrarse en la otra mano que, bajo el barro, consistía en una palma grande, un pulgar bien formado y cuatro largos dedos…


–¿Tres?


–No está mal.


–No sé si está mal o está bien. ¿Quiere que lo intentemos otra vez?

Quédate Conmigo: Capítulo 3

Mientras se acercaba al camino, Archie, a quien no le gustaba ver a nadie en su territorio, apareció entre unos arbustos. Era aterrador si no lo conocías e inquietante si lo conocías. El truco era tener a mano una manzana y Paula alargó la mano hacia la cesta de la bicicleta… Pero la cesta estaba vacía y recordó entonces con toda claridad que la había dejado sobre la mesa de la cocina. Archie, que esperaba su regalo, rebuznó airadamente para demostrar su enfado. Su primer error fue no bajar de la bicicleta en cuanto se dio cuenta de que no tenía forma de entretenerlo porque, aunque la primera carga había sido una simple amenaza, la segunda era de verdad. Archie atravesó el muro de aligustre mientras Paula pedaleaba como una loca para evitarlo. Su segundo error, más grave, fue mirar atrás para ver si lo había esquivado porque, de repente, cayó en una zanja, una mezcla de ruedas y miembros, no todos suyos, con la cara sobre un macizo de violetas. Archie rebuznó una vez más y luego, con el trabajo hecho, se dio la vuelta para esperar a su siguiente víctima. Desgraciadamente, el hombre con el que había chocado y que estaba bajo las ruedas de su bicicleta, no iba a ningún sitio.


–¿Se puede saber qué demonios hace? –exclamó.


–Oliendo las violetas –respondió ella, mientras comprobaba mentalmente los daños. Su mano parecía estar enganchada en alguna parte de la anatomía masculina y él debía estar atrapado bajo la bicicleta porque no se movía–. Huelen muy bien, ¿No le parece?


La respuesta del hombre fue lo bastante vigorosa como para dejar claro que estaba de una pieza.


–Este es un camino peatonal.


–Sí, es verdad –asintió Paula, diciéndose a sí misma que no se quejaría si estuviese herido. Aunque eso no era un gran consuelo–. Siento mucho haberlo atropellado.


Y era verdad, lo sentía. Sentía mucho haber olvidado la manzana para Archie y sentía que el extraño se hubiera puesto en su camino. Hasta treinta segundos antes llegaba tarde, pero ahora tendría que ir a casa a asearse un poco. Peor, tendría que llamar al periódico para decirle a su editor que había tenido un accidente y él enviaría a otra persona a entrevistarse con el director del comité de planificación del Ayuntamiento. Le habían asignado ese artículo porque ella había vivido en Cranbrook Park toda su vida…


–No debería usar el camino como una pista de carreras –la reprendió él.


Ah, genial. Allí estaba, tirada en una zanja, enredada con la bicicleta y con un extraño a la espalda… Esperaba que él también estuviese atrapado y no lo hiciese por deporte, y su primer pensamiento era darle una charla sobre seguridad en la carretera.


–Iba a trabajar, si no le importa.


–Pero no iba mirando por dónde iba.


Paula escupió lo que esperaba fuese una brizna de hierba.


–Puede que no se haya dado cuenta, pero me perseguía un burro.


–Sí, me he dado cuenta.


Ninguna simpatía, en absoluto. Qué encanto de hombre.

Quédate Conmigo: Capítulo 2

 –Y ahora ceno con presidentes y primeros ministros mientras usted espera encontrarse con Dios en un mundo que ha quedado reducido a una habitación con un tiesto, en lugar del parque creado por Héctor Repton para uno de sus ancestros más avispados.


Pedro se volvió hacia el abogado y le tiró la vieja escritura como si fuera un papel sin valor antes de levantarse.


–Piense en mí sentado frente a su escritorio mientras hago mío ese mundo, Cranbrook. Piense en mi madre durmiendo en la cama de la reina, sentada a la mesa donde sus antepasados halagaban a reyes en lugar de servirlos –le dijo, mirando alrededor–. Hemos terminado.


–¡Nada de eso! –sir Enrique Cranbrook se agarró a la mesa para ponerse en pie–. Tu madre era una fulana que se gastó el dinero que le dí para que se librase de tí y luego te usó como chantaje para mantener al borracho de su marido –le espetó, apartando al abogado cuando intentó sujetarlo.


Pedro Alfonso no se había convertido en multimillonario dejando que lo traicionaran sus emociones, de modo que se mantuvo inexpresivo, las manos relajadas escondiendo lo que sentía.


–No se puede chantajear a un hombre inocente, Cranbrook.


–Pero no tuve que presionarla para que volviese. Era mía, comprada y pagada.


–Pedro… –empezó a decir el abogado–. Vámonos.


–Dormir en una cama hecha para una reina no cambiará lo que es y ni todos los millones del mundo harán que tú dejes de ser lo que eres: Basura –siguió sir Enrique, señalándolo con el dedo–. Tu odio hacia mí te ha empujado durante todos estos años, Pedro Alfonso, y como ahora tienes todo lo que siempre habías soñado crees que me has ganado la partida. Pero ese odio te comerá vivo. Disfruta de este momento porque mañana te preguntarás si merece la pena levantarse de la cama –siguió Cranbrook–. Tu mujer te dejó, no tienes hijos. Tú y yo somos iguales…


–¡Nunca!


–Iguales –repitió sir Enrique–. No se puede luchar contra la herencia genética – añadió, sus labios curvándose en una parodia de sonrisa–. En eso es en lo que pensaré cuando tengan que alimentarme a través de un tubo –siguió, dejándose caer de nuevo sobre la silla de ruedas– y seré yo quien muera riéndose.




Paula Chaves giró su bicicleta hacia la entrada de Cranbrook Park. El cartel que prohibía el paso de vehículos estaba tirado en el suelo y, como llegaba tarde a trabajar otra vez, no se molestó en bajar de la bicicleta. No tenía por costumbre saltarse las reglas, pero no podía arriesgarse a perder su trabajo. Además, casi nadie usaba ese camino, salvo algún pescador furtivo que aprovechaba para pescar las truchas de sir Enrique. Solo estaba Archie, un burro que se había asentado en el parque, y si le dabas algo de fruta miraba hacia otro lado.

Quédate Conmigo: Capítulo 1

 ¿Está en venta Cranbrook Park? 


"El futuro de Cranbrook Park ha sido sujeto de constantes especulaciones durante esta semana, cuando la decisión del Ministerio de Hacienda de recuperar impuestos impagados despertó preocupación entre los acreedores. La finca de Cranbrook Park, que contiene las ruinas de una abadía del siglo XII, ha estado ocupada por la misma familia desde el siglo XV. El salón original de estilo Tudor fue construido por Tomás Cranbrook y el parque, diseñado a finales del siglo XVIII por Héctor Repton, está en el corazón de Maybridge. Tanto la mansión como la parcela han sido a menudo prestadas generosamente para eventos benéficos por el presente barón, sir Enrique Cranbrook. El Observer se ha puesto en contacto con los interesados para clarificar la situación, pero nadie ha querido hacer comentarios. Maybridge Observer, jueves, 21 de abril"


Sir Enrique Cranbrook miró al otro lado de la mesa. Incluso en silla de ruedas y afectado por una embolia era un hombre impresionante, pero le temblaba la mano mientras tomaba el bolígrafo que le ofrecía su abogado para entregar con una firma siglos y siglos de riqueza y privilegios.


–¿También quieres una prueba de mi ADN, chico? –le espetó, tirando el bolígrafo sobre la mesa. Tenía dificultades para hablar, pero en sus ojos brillaba el arrogante desdén que daban quinientos años de poder–. ¿Estás dispuesto a arrastrar el nombre de tu madre por los juzgados para satisfacer tus pretensiones? Porque si es así, impugnaré tu derecho a heredar mi título.


Incluso después de haberlo perdido todo seguía pensando que su nombre y su título de barón significaban algo… La mano de Pedro Alfonso era firme como una roca mientras tomaba el bolígrafo para firmar el documento, inmune a ese insultante «Chico». Cranbrook Park no significaba nada para él más que un medio para conseguir un fin. Él era quien controlaba la situación, forzando a su enemigo a sentarse y mirarlo a los ojos, a reconocer el cambio de poderes. Esa era satisfacción suficiente. Casi suficiente. El peón de Cranbrook, Chaves, no había vivido para ver aquel momento, pero su hija era a partir de aquel instante su inquilina y echarla de allí cerraría el círculo.


–No puede permitirse el lujo de litigar conmigo en los tribunales, Cranbrook –le advirtió, devolviéndole el bolígrafo al abogado–. Le debe hasta su alma a Hacienda y sin mí sería un hombre arruinado viviendo de la caridad.


–Señor Alfonso… –empezó a decir el abogado.


–No tengo interés en exigir que se porte como un padre. Se negó a reconocerme como hijo cuando hubiera significado algo –siguió Pedro, sin hacerle caso. Eran solo Cranbrook y él enfrentándose con el pasado, nada más importaba–. Y yo ni necesito su apellido ni quiero su título. Al contrario que usted, yo no he tenido que esperar que mi padre muriese para ocupar mi sitio en el mundo, para ser un hombre.


Pedro tomó la escritura de Cranbrook Park, un pergamino atado con una cinta roja que llevaba el sello real.


–No le debo mi éxito a nadie. Todo lo que tengo, todo lo que soy, incluyendo la propiedad que usted ha perdido por desidia, me lo he ganado trabajando, haciendo cosas que usted siempre ha creído despreciables. Cosas que podrían haberle servido para no perder Cranbrook Park y que lo hubieran salvado si fuese un hombre de verdad…


–Eres un vulgar ladrón….

Quédate Conmigo: Sinopsis

Era la última mujer a la que pediría una cita.



Paula Chaves: Madre soltera y columnista de cotilleos a la espera de una exclusiva sobre el guapísimo multimillonario Pedro Alfonso, el chico por el que estaba loca durante su adolescencia. Su gran temor: Los hombres guapos que le aceleraban el corazón. 



Pedro Alfonso: Chico malo convertido en millonario, de vuelta en el pueblo que lo vió nacer como el nuevo propietario de la finca Cranbrook Park y decidido a dejar atrás su turbulento pasado. Su gran temor: Las periodistas, especialmente las guapas, como su nueva vecina e inquilina, Paula Chaves.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Pasión: Capítulo 80

Si alguien había cuestionado la fiabilidad del recuerdo de una niña de cinco años, las pruebas del sistemático maltrato de su padre, que había buscado la complicidad de un médico corrupto para engancharla a los fármacos, habían disipado cualquier duda. Su testimonio había sido más conmovedor porque estar en el último mes de embarazo no había evitado que testificase o se enfrentase a su padre cada día del juicio. Pero todo el mundo estaba de acuerdo en que la constante presencia y apoyo de su marido, Pedro Alfonso, le había dado fuerzas para hacerlo. Por fin, la llamativa pareja salió del Juzgado. 


Pedro Alfonso sujetaba a su mujer por la cintura en un gesto protector y los fotógrafos capturaron su sonrisa de alivio. Los abogados de las respectivas partes se detuvieron para hablar con la prensa mientras la familia subía a varios vehículos y eran escoltados por la policía hasta un lugar secreto, donde iban a reunirse para celebrar la sentencia después de tantos meses de angustia. Miró a Paula en el asiento del Land Rover y se llevó su mano a los labios.


—¿Estás bien?


Ella sonrió. Sentía como si por fin, después de tantos años, se hubiera quitado el enorme peso que había llevado sobre los hombros.


—Cansada, pero contenta de que todo haya terminado.


Pedro la besó apasionadamente, pero cuando se apretó Paula frunció el ceño y miró hacia abajo.


—¿Qué ocurre? ¿No te encuentras bien?


Paula lo miró haciendo un gesto de sorpresa.


—He roto aguas… Por todo el asiento.


El conductor miró por el espejo retrovisor con cara de susto y, discretamente, tomó un móvil para hacer una llamada. Paula estuvo a punto de reír al ver la expresión aterrorizada dePedro. Llevaba semanas en estado de alerta, observándola como un halcón y reaccionando de forma exagerada ante cualquier dolorcillo sin importancia. Pero aquello no era un «Dolorcillo». Pedro apretó su mano al ver el gesto de dolor.


—Dios mío, estamos de parto. 


Angustiado, le pidió al conductor que los llevase al hospital más próximo. La escolta policial ya estaba apartándose del resto del convoy y el conductor le aseguró en italiano:


—Estoy en ello, llegaremos en diez minutos.


Pedro se echó hacia atrás en el asiento, con el corazón acelerado, una enorme bola de amor y emoción en el pecho. Miró el hermoso rostro de su querida esposa y esos ojos azules en los querría ahogarse.


—Te quiero —dijo con voz ronca, las palabras saliendo de su corazón.


—Yo también te quiero.


La sonrisa de Paula era un poco débil, pero en sus ojos podía ver la misma emoción que debía haber en los suyos. En silencio, puso una mano sobre el hinchado abdomen que albergaba a su hijo, el bebé que estaba a punto de empezar el viaje para conocerlos por fin. Su mujer, su familia… Su vida. Se había enriquecido más allá de lo que nunca hubiera podido imaginar. Y ocho horas después, cuando tuvo a su hija recién nacida en brazos, con la carita toda arrugada y más preciosa que nada que hubiera visto nunca, salvo su mujer, Pedro supo que confiar en el amor era la más asombrosa revelación de todas.







FIN

Pasión: Capítulo 79

Al día siguiente, Paula se levantó de la cama y, después de ponerse una camiseta ancha, fue a buscar a Pedro en su casa de Alto Gávea. Seguía sintiéndose un poco aturdida por todo lo que había pasado desde el día anterior. Habían vuelto del aeropuerto y, después de hacer el amor, habían hablado hasta el amanecer. Él había prometido ir a Atenas con ella para empezar el largo proceso de contarle todo a su familia y denunciar a su padre. Oyó un ruido mientras se acercaba al estudio y cuando entró lo vió sentado frente a su escritorio, en vaqueros, con una deliciosa sombra de barba. Él levantó la mirada y sonrió.


—Ven aquí.


Paula dejó que la tomase por la cintura para sentarla sobre sus rodillas y, después de unos besos que la dejaron sin aliento, se echó hacia atrás.


—¿Qué hacías?


—Echando un vistazo a las noticias.


Señaló con la cabeza la pantalla del ordenador y Paula giró la cabeza. Cuando se dió cuenta de lo que estaba viendo tuvo que tragar saliva. Las redes estaban llenas de fotos de los dos besándose apasionadamente en el aeropuerto, evidentemente tomadas con móviles. Un titular decía: "¿Ha conseguido Alfonso dominar a la salvaje Paula Chaves?" Otro titular anunciaba: "¡Alfonso y Chaves retoman su escandaloso romance!


—Lo siento —murmuró, sintiéndose enferma—. Esto es precisamente lo que había temido.


Pero él se encogió de hombros, con los ojos brillantes y claros. Sin sombras.


—Me da igual lo que digan. Además, se equivocan, eres tú quien me ha dominado.


Paula acarició su cara, el amor haciendo que se formase un nudo en su garganta.


—Te quiero tal como eres.


—Quiero llevarte a todas las playas de Sudamérica para que veas la puesta de sol, empezando por las playas de Río. 


—Podríamos tardar algún tiempo.


—Espero que una vida entera, por lo menos.


Levantó su mano izquierda para besar el dedo anular, con una pregunta en los ojos y una nueva tensión en su cuerpo. A Paula le dolía el corazón al pensar que pudiese dudar de su amor. De modo que asintió con la cabeza y dijo sencillamente:


—Sí. La respuesta siempre será sí, mi amor. 




Tres años después.


Un reportero estadounidense estaba frente a las puertas del Juzgado de Roma, con el micrófono en la mano.


—Es el juicio del año en Italia, de la década incluso. Miguel Chaves por fin ha sido juzgado y condenado por su brutalidad y corrupción. Nadie podría haber imaginado hasta qué punto hizo sufrir a su mujer y sus hijas, pero su sentencia garantiza que vivirá el resto de sus días en la cárcel.


La prensa seguía atónita tras descubrir que la privilegiada vida de la famosa heredera Paula Chaves había sido una mentira. Tras el reportero empezó un frenesí de actividad cuando varias personas salieron del majestuoso edificio. El primero, Rafael de Marco, el hijo ilegítimo de Miguel Chaves, con su pelirroja esposa, Nadia. Tras ellos, Delfina Chaves y su marido, Adrián. Pero los reporteros esperaban con impaciencia a la protagonista: Paula Alfonso, que había subido al estrado durante cuatro días seguidos para hacer una letanía de cargos contra su padre. Entre los cuales estaba el asesinato de su esposa, la madre de Paula, que ella había presenciado cuando tenía cinco años. 

Pasión: Capítulo 78

Paula experimentó una inmediata sensación de euforia, pero intentó controlarla.


—¿Por qué quieres que me quede?


Los guardias de seguridad seguían sujetándolo, pero él no parecía darse cuenta. Estaba como enfebrecido, su voz ronca de emoción.


—Cundo dijiste que me querías no podía creerlo. Me daba miedo creerlo. Mi madre me dijo eso antes de cambiarme por mi hermano… Como si no le importase nada.


A Paula se le encogió el estómago.


—Ay, Pedro… —murmuró, mirando a los hombres de seguridad—. Por favor, déjenlo pasar.


Por fin lo hicieron, aunque se quedaron cerca, dispuestos a retenerlo si volvía a provocar una escena. Pedro tomó su mano y se la llevó al pecho, haciendo que Paula notase los latidos de su corazón.


—Dijiste que me querías, pero una parte de mi aún no puede confiar del todo… No puedo creerlo. Me da pánico que un día me dejes, que confirmes mis miedos. Desde niño he pensado que cuando la gente dice «te quiero» en realidad van a romperte el corazón.


Paula levantó la otra mano para tocar su cara. Sabía que estaba asustado. 


—¿Me quieres? —murmuró.


Pedro pareció pensarlo un momento.


—Pensar en no volver a verte, en una vida sin tí… Me resulta insoportable. Si eso es amor, entonces te quiero. Te quiero más de lo que nunca he querido a nadie.


El corazón de Paula rebosaba de amor.


—¿Estás dispuesto a dejar que te demuestre cuánto te quiero?


Él asintió.


—El dolor de no volver a verte es mucho peor que el dolor de enfrentarme con mis patéticos miedos.


Ella sacudió la cabeza, las lágrimas nublando su visión.


—No son miedos patéticos, Pedro. Yo estoy tan asustada como tú.


Pedro sonrió, aunque era una sonrisa incierta, su habitual arrogancia remplazada por la emoción.


—¿Tú, asustada? No es posible. Eres la persona más valiente que conozco y no tengo intención de separarme nunca de tí.


Paula intentó contener las lágrimas cuando la abrazó, buscando sus labios con desatada pasión. Cuando se separaron, la gente a su alrededor empezó a aplaudir. Ella, avergonzada, enterró la cara en el pecho de Pedro.


—¿Vienes a casa conmigo?


A casa. A su casa, con él. La ferocidad y la velocidad con la que se habían encontrado el uno al otro la asustó por un momento. ¿Podía confiar?, se preguntó. Pero en los ojos de Pedro veía sus sentimientos como en un espejo y decidió agarrar el sueño antes de que desapareciese.


—Sí, vamos a casa. 

Pasión: Capítulo 77

Recordó sus palabras de nuevo: «Gracias a tí he descubierto lo fuerte que soy». Pedro se sentía asqueado. ¿Y él era fuerte? ¿Se había enfrentado alguna vez con sus demonios? No, porque se decía a sí mismo que recuperar la confianza en el apellido Fonseca era lo único importante. Oyó un ruido sobre su cabeza y levantó la mirada. Un avión cruzaba el cielo desde el aeropuerto. Sabía que no podía ser el avión de Paula, pero la imaginó en él, marchándose para siempre, y sintió un ataque de pánico. Debería haber protestado aquel día, cuando sus padres los separaron de forma tan cruel. Debería haberse puesto a gritar en lugar de enterrar el dolor tan profundamente que desde entonces se portaba como un robot, temiendo dar rienda suelta a sus sentimientos. Temiendo enfrentarse con la culpa de saber que podría haber hecho algo más para proteger a Federico. Y a él mismo. Si hubiera mostrado su rabia y su dolor, como había hecho su hermano, entonces tal vez no habrían sido separados. Dos mitades de un todo desgarradas. Tal vez sus padres se hubieran visto obligados a reconocer la barbaridad que estaban a punto de cometer para hacerse daño el uno al otro. Y se dió cuenta entonces de que estaba haciéndolo de nuevo. Que mientras tenía una excusa para lo que ocurrió tantos años atrás porque solo era un niño, en aquel momento era un adulto y si no era capaz de gritar, llorar y exigir lo que quería… Entonces Federico y él habían sido peones para nada. Tendría que enfrentarse con una vida sin sentido, sin posibilidad de ser feliz. La felicidad nunca había sido una preocupación para él hasta ese momento. Se había contentado con centrarse en la fundación, en el trabajo, intentando convencerse a sí mismo de que eso era suficiente. Y no lo era. Ya no.




Paula estaba en la sala de embarque de primera clase, agradecida porque había suficiente espacio como para no tener que lidiar con la gente a su alrededor. No quería pensar en Pedro, aunque sus pensamientos volvían a él y a esa expresión: «Lo siento». También ella lo sentía. Incluso lo entendía cuando dijo que desearía no haberla conocido nunca. Pero ella no lamentaba haberlo conocido. O amado. Aunque sus sentimientos no fueran correspondidos. En un momento de locura pensó en volver para decirle que aceptaría lo que quisiera darle. Y entonces se vió a sí misma en unos meses, unos años, con el alma encogida por no tener su amor. No, no podía hacerlo. La auxiliar de vuelto tomó su tarjeta de embarque y cuando estaba a punto de devolvérsela oyeron unos gritos a su espalda.


—¡Tengo que verla!


Paula se dió la vuelta y vió a Pedro a unos metros, retenido por dos agentes de seguridad, despeinado y con expresión salvaje.


—¿Qué estás haciendo? —exclamó, asustada, apartándose de la cola para dejar sitio a los demás pasajeros.


No quería que su corazón latiese tan aprisa. No podía ser. No significaba nada.


—Por favor, no te vayas. Necesito que te quedes. 

Pasión: Capítulo 76

Enfadado, se quitó la corbata y la chaqueta para tirarlas sobre un banco. Ese era el problema: Sabía que no podía sentir. Esa capacidad le había sido robada el día que su hermano y él fueron separados por unos padres irresponsables y crueles. De niños se habían querido mucho, tanto como para tener un lenguaje propio que solo ellos entendían y que solía volver locos a sus padres. Pedro recordaba haber intuido que pasaba algo ese día, cuando su padre los hizo entrar en su estudio… Su madre se había inclinado para hablarle al oído y él había notado que su aliento olía a alcohol.


—Pedro, cariño, te quiero tanto que voy a llevarte a Italia conmigo. ¿Quieres venir?


Él había mirado a Federico, que estaba al lado de su padre. Federico quería mucho a su madre y, aunque también él la quería, no le gustaba cuando llegaba borracha a casa. Su hermano, en cambio, no toleraba ninguna crítica.


—¿Pero y Fede? ¿A él no lo quieres? —preguntó.


Ella había suspirado, impaciente.


—Pues claro que sí, pero Fede se quedará aquí, con tu padre.


Pedro empezó a asustarse de verdad.


—¿Para siempre?


Ella había asentido con la cabeza.


—Sí, caro, para siempre. No lo necesitamos, ¿Verdad que no?


Pedro miró a Federico, que estaba pálido y con los ojos llenos de lágrimas.


—Mamma…


Su madre, enfadada, lo tomó de la mano para sacarlo del estudio. Pedro sentía como si estuviera en una pesadilla. Llorando, Federico corrió hacia ella y se agarró a su cintura. Fue entonces cuando él experimentó una extraña sensación; era como si Federico estuviese haciendo lo que él quería, pero no era capaz de hacer. Todo era demasiado horrible. Su madre lo empujó hacia su padre mientras intentaba hacer callar a su hermano.


—¡Basta! Deja de lloriquear. Te llevaré conmigo —anunció—. A tu padre le da igual con quién se quede.


El oscuro recuerdo desapareció. Su madre le había dicho que lo quería y, diez minutos después, había demostrado lo vacías que eran esas palabras. Había cambiado a un hermano por otro como si estuviera eligiendo vestidos en una tienda. Paula también había dicho que lo quería. En cuanto pronunció las palabras Pedro se había visto transportado al estudio de su padre, encerrado en sí mismo, esperando el momento en el que demostraría que no estaba diciendo la verdad. Solo lo decía porque eso era lo que hacían las mujeres, ¿No? Ellas no sabían la devastación que podían causar cuando quedaba claro que su amor era una mentira. Pero parecía tan sincera… 

lunes, 29 de abril de 2024

Pasión: Capítulo 75

 —¿Entonces vas a darme el trabajo?


—Por supuesto… Cuando quieras —respondió Pedro, haciendo que otro pedazo de su corazón se rompiese. Estaba deseando decirle adiós.


—Me gustaría volver a Atenas hoy mismo.


—Malena se encargará de todo —asintió él, sin mirarla.


Tan amable, tan seco.


—Gracias.


Estaba en la puerta del despacho cuando él la llamó.


—Paula…


Con el corazón acelerado, intentando no albergar esperanzas, se dió la vuelta. Luca la miraba con gesto torturado, pero se limitó a decir:


—Lo siento.


Su corazón se hundió como una piedra. Sabía que no la quería, pero el espíritu humano era tan optimista… Incluso sabiendo que no había ninguna posibilidad. Tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír. 


—No lo sientas. Gracias a tí he descubierto lo fuerte que soy. Es un regalo precioso.




«Gracias a tí he descubierto lo fuerte que soy. Es un regalo precioso». Pedro estaba paralizado y tuvo que parpadear para volver al presente cuando notó que Malena, su secretaria, había entrado en el despacho y lo miraba con gesto preocupado.


—¿Señor Alfonso? ¿Se encuentra bien?


Algo dentro de él se rompió entonces; algo asombroso y de dolorosa intensidad, como un fuerte calor penetrando unos miembros congelados.


—No —respondió con sequedad, dirigiéndose al bar para servirse un whisky.


Cuando se dió la vuelta, su secretaria lo miraba con cara de sorpresa.


—¿Qué ocurre?


Malena titubeó.


—Es… La señorita Chaves. Pensé que querría saber que va de camino al aeropuerto. Tomará un vuelo a Atenas esta misma tarde.


—Gracias —dijo Pedro, con los dientes apretados—. No estaré disponible durante el resto del día. Cancela todas mis reuniones y vete a casa si quieres.


Malena parpadeó.


—Sí, señor Alfonso —murmuró, sorprendida. Y luego salió del despacho a toda prisa, como si fuese a morderla.


Pedro esperó hasta que cerró la puerta y, unos segundos después, salió de la oficina. Tenía que salir de allí porque se sentía como un animal herido que podría hacerle daño a alguien. Vió a un par de personas intentando acercarse mientras salía del edificio, pero su salvaje expresión debió decirles que no sería buena idea. Caminó sin rumbo hasta que se dió cuenta de que estaba en la playa de Ipanema, donde había llevado a Paula unos días antes. La escena era la misma incluso en un día laborable: Los preciosos cuerpos, las parejas, las olas. Pero parecía reírse de él por haberse sentido tan feliz aquel día, por creer por un momento que podía ser como esa gente. Que podía sentir lo mismo que ellos. 

Pasión: Capítulo 74

Paula se emocionó al pensar que también quería limpiar su nombre. Tal vez así la gente dejaría de pensar en ella como una degenerada. Pero no quería hacerse ilusiones porque era evidente que aquel sería su último encuentro. Estaba escrito en su rostro, en la tensión de su cuerpo. Pedro quería despedirse de ella. Lo odiaba un poco por hacerla sentir tanto, por hacer que se enamorase. Maldito fuera.


—¿Y si Federico no hubiera encontrado al culpable me habrías creído? 


Pedro se levantó, la camisa blanca tensa sobre el ancho torso, los pantalones destacando sus largas piernas. Y así, de repente, Paula sintió que le ardía la cara.


—En realidad, empecé a creer en tu inocencia cuando estábamos en la selva.


Paula se odiaba a sí misma por dudar, por pensar que estaba mintiendo. Pero enseguida tuvo que admitir que Pedro Alfonso no mentía. Era una persona decente. Por fin, se levantó con las piernas temblorosas.


—Gracias por confirmarlo.


Pedro la miró un momento antes de decir:


—Paula…


Pero ella levantó una mano porque no quería escucharlo.


—Espera. Antes tengo algo que decirte.


Sabía que debía ser sincera. Tal vez nunca volvería a verlo y el deseo de decirle lo que sentía era incontenible.


—Me he enamorado de tí, Pedro.


Vió que palidecía y algo se rompió en su interior, pero estaba decidida a disimular.


—Sé que es lo último que quieres escuchar. Nosotros no… — Paula vaciló—. Entre nosotros no hay amor y sé que todo ha terminado. Después de esto —añadió, señalando la silla en la que había estado sentado Federico— no nos debemos nada. Y lamento de verdad que tu encuentro conmigo fuese tan desastroso para tí.


Pedro frunció el ceño.


—No tienes que disculparte… Si no hubiera estado tan convencido de que tú eras la culpable me habría encargado de hacer una investigación hace años. Tú también has tenido que sufrir el estigma de la acusación.


Paula sonrió amargamente.


—Yo estaba acostumbrada. No tenía una reputación que defender. 


—No, tu padre se encargó de eso.


—Tengo que volver a casa. Tengo que hablar con mi hermana y denunciar a mi padre para que pague por lo que hizo.


—Si puedo ayudarte en algo, por favor dímelo.


El corazón de Paula se encogió. Tan amable, tan atento. Nada que ver con su primer encuentro en aquel mismo despacho. Y, aunque sabía que su familia la ayudaría, sentía una pena inmensa porque la única persona a la que quería a su lado el día que se enfrentase con su padre era Pedro. Pero eso no iba a pasar. Levantó la barbilla, intentando olvidar la declaración de amor que él no había correspondido. Esa fantasía debía quedar donde guardaba los sueños de tener algún día una vida tan feliz como la de su hermana. Pero al menos podía llevarse algo bueno con ella.