viernes, 3 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 4

–¿Y usted qué? –le espetó ella. Aunque su campo de visión era reducido, podía ver que llevaba un mono de color verde. Y estaba segura de haber visto unas botas de goma pasar ante sus ojos un segundo antes de caer al suelo–. Seguro que no tiene permiso para pescar aquí.


–No, no lo tengo –admitió él, sin el menor remordimiento–. ¿Se ha hecho daño?


Por fin…


–No, no me he hecho daño.


–Si no se mueve, no podré levantarme.


–Lo siento, pero uno no debe moverse después de un accidente. En caso de que haya una lesión grave –dijo Paula, esperando que se mostrase preocupado como era su deber.


–¿Y qué sugiere, que nos quedemos aquí hasta que pase una ambulancia?


–Llevo un móvil en el bolso. Lo llevaba a modo de bandolera y debía estar en su espalda. Y seguramente era una suerte o se habría dejado llevar por la tentación de golpearlo con él. ¿Cómo se le ocurría aparecer así, de repente, delante de su bicicleta cuando estaba huyendo de un burro?–. Si lo encuentra, puede llamar a Urgencias.


–¿Le duele algo? –le preguntó él. Paula detectó una traza de preocupación, de modo que debía estar entendiendo el mensaje–. No voy a llamar a Urgencias para que curen un ego herido.


No, había vuelto a equivocarse.


–Puede que tenga una conmoción cerebral –replicó ella–. O podría tenerla usted.


Una podía soñar.


–Si es así, la culpa será suya. Se supone que debe llevar el casco en la cabeza, no en la cesta, ¿Es que no lo sabe?


Tenía razón, por supuesto, pero el director del comité de planificación del Ayuntamiento era un hombre muy anticuado y si una mujer periodista iba a entrevistarlo tenía que ir vestida con falda y zapatos de tacón. Y después de haber hecho el esfuerzo de recoger su pelo en un elegante moño para el misógino no iba a estropearlo poniéndose un casco. Había pensado tomar el autobús esa mañana y de no haber sido por el enorme moscardón que había entrado en la cocina lo habría hecho…


–¿Cuántos dedos ve? –le preguntó él.


–¿Qué? –Paula parpadeó cuando una mano llena de barro apareció ante su cara; la mano que no estaba tocando su trasero de una manera exageradamente familiar. Aunque no pensaba decirle que lo había notado. No, sería mejor hacer como si no se diera cuenta y concentrarse en la otra mano que, bajo el barro, consistía en una palma grande, un pulgar bien formado y cuatro largos dedos…


–¿Tres?


–No está mal.


–No sé si está mal o está bien. ¿Quiere que lo intentemos otra vez?

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