lunes, 13 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 23

Paula iba repitiendo esa palabra mientras subía a su despacho y encendía el ordenador. Incluso mientras buscaba en Internet el nombre de Pedro Alfonso … no, Pepe Alfonso. No podía ser él. Aparentemente, había muchos Pepe Alfonso en el mundo, de modo que buscó imágenes. Había docenas de fotografías, pero una en concreto llamó su atención. Y, al verla, experimentó la misma sorpresa que esa mañana, al encontrarse con Pedro Alfonso en la zanja. Lo tenía delante de ella, pero se negaba a creerlo… Incluso cuando pinchó en la imagen para leer el artículo. Sabía que no podía ser verdad, pero allí estaba. A todo color. El Pedro Alfonso al que había atropellado con su bicicleta un par de horas antes era, aparentemente, Pepe Alfonso, que poseía una compañía internacional de transportes, Pedgo, con un logo en plata y negro familiar para cualquiera que hubiese estado alguna vez en una parada de autobús. Tenía camiones, autobuses, tráilers, por no hablar de aviones y barcos. Pedro Alfonso, su Pedro, era el presidente de una gran empresa que ganaba miles de millones al año.




–¡Pedro! ¿Dónde demonios te habías metido? –Beatríz Webb rara vez se mostraba agitada, pero lo estaba en ese momento–. He organizado la reunión del lunes, pero tienes que volver a Londres ahora mismo y yo también.


–Lo siento, estaba paseando por la finca y perdí la noción del tiempo.


–Recogiendo basura, veo –dijo Beatríz al ver que sacaba una vieja bicicleta del Land Rover.


–No podía dejarla tirada en medio de la finca.


Eso era más fácil que contarle lo que había ocurrido en realidad.


–Una empresa de la zona limpiará la finca y tirará los edificios viejos. ¿Quieres que pida un informe antes de empezar? –le preguntó su secretaria, señalando el establo del siglo XVIII–. Por si acaso hubiera jarrones chinos de incalculable valor.


–No te molestes. Cranbrook tenía expertos que lo revisaron todo con lupa esperando encontrar un tesoro escondido.


Cualquier cosa para salvarlo de la ruina, cualquier cosa para evitar que sus acreedores lo obligasen a vendérselo todo a él. Era saber que sir Enrique Cranbrook no vería un céntimo de ese dinero lo que había hecho que pagar un precio exorbitante por la finca fuera casi un placer. Cuando Hacienda hubiera recibido su parte, el resto iría a los acreedores, la «Gente pequeña» a la que Cranbrook había despreciado para seguir viviendo lujosamente. Eso y el hecho de que Enrique Cranbrook supiera que cada momento de comodidad que le quedase en este mundo era pagado por el hijo al que nunca había querido y al que siempre se negó a reconocer. Sabiendo cuánto odiaría eso era la mejor de las venganzas.

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