viernes, 3 de mayo de 2024

Quédate Conmigo: Capítulo 2

 –Y ahora ceno con presidentes y primeros ministros mientras usted espera encontrarse con Dios en un mundo que ha quedado reducido a una habitación con un tiesto, en lugar del parque creado por Héctor Repton para uno de sus ancestros más avispados.


Pedro se volvió hacia el abogado y le tiró la vieja escritura como si fuera un papel sin valor antes de levantarse.


–Piense en mí sentado frente a su escritorio mientras hago mío ese mundo, Cranbrook. Piense en mi madre durmiendo en la cama de la reina, sentada a la mesa donde sus antepasados halagaban a reyes en lugar de servirlos –le dijo, mirando alrededor–. Hemos terminado.


–¡Nada de eso! –sir Enrique Cranbrook se agarró a la mesa para ponerse en pie–. Tu madre era una fulana que se gastó el dinero que le dí para que se librase de tí y luego te usó como chantaje para mantener al borracho de su marido –le espetó, apartando al abogado cuando intentó sujetarlo.


Pedro Alfonso no se había convertido en multimillonario dejando que lo traicionaran sus emociones, de modo que se mantuvo inexpresivo, las manos relajadas escondiendo lo que sentía.


–No se puede chantajear a un hombre inocente, Cranbrook.


–Pero no tuve que presionarla para que volviese. Era mía, comprada y pagada.


–Pedro… –empezó a decir el abogado–. Vámonos.


–Dormir en una cama hecha para una reina no cambiará lo que es y ni todos los millones del mundo harán que tú dejes de ser lo que eres: Basura –siguió sir Enrique, señalándolo con el dedo–. Tu odio hacia mí te ha empujado durante todos estos años, Pedro Alfonso, y como ahora tienes todo lo que siempre habías soñado crees que me has ganado la partida. Pero ese odio te comerá vivo. Disfruta de este momento porque mañana te preguntarás si merece la pena levantarse de la cama –siguió Cranbrook–. Tu mujer te dejó, no tienes hijos. Tú y yo somos iguales…


–¡Nunca!


–Iguales –repitió sir Enrique–. No se puede luchar contra la herencia genética – añadió, sus labios curvándose en una parodia de sonrisa–. En eso es en lo que pensaré cuando tengan que alimentarme a través de un tubo –siguió, dejándose caer de nuevo sobre la silla de ruedas– y seré yo quien muera riéndose.




Paula Chaves giró su bicicleta hacia la entrada de Cranbrook Park. El cartel que prohibía el paso de vehículos estaba tirado en el suelo y, como llegaba tarde a trabajar otra vez, no se molestó en bajar de la bicicleta. No tenía por costumbre saltarse las reglas, pero no podía arriesgarse a perder su trabajo. Además, casi nadie usaba ese camino, salvo algún pescador furtivo que aprovechaba para pescar las truchas de sir Enrique. Solo estaba Archie, un burro que se había asentado en el parque, y si le dabas algo de fruta miraba hacia otro lado.

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