Los ojos de Pedro eran de color azul oscuro, pensó Paula, y tenía arruguitas alrededor, como si sonriera a menudo. Pero su expresión dejaba claro que no iba a hacerlo por el momento y menos si le preguntaba por qué su madre, una mujer joven y guapa, había elegido vivir así.
–Sir Enrique me alquiló la casa después de prometerle que yo misma haría las reparaciones.
–Menudo tacaño.
–No había dinero para reparaciones –lo defendió ella.
–Y las hiciste tú por él.
–No tenía dónde vivir. Sir Enrique estaba haciéndome un favor.
Limpiarla, decorarla, convertir aquella casa en un hogar para ella y para Ally la había mantenido centrada, dándole un propósito durante los primeros meses, cuando su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Sin universidad, sin trabajo, sin familia. Solo ella y su hija. Limpiar, pintar, barnizar, todo eso había evitado que se muriese de miedo.
–Hicimos un trato –dijo Paula–. Si la casa estuviera reformada, yo no podría haber pagado el alquiler. Pero sir Enrique me dió los materiales y reemplazó los cristales rotos.
–¿Ah, sí? Qué sorpresa –Pedro sacudió la cabeza–. ¿Tienes cosquillas?
–No… ¿Qué estás haciendo? –preguntó ella, desconcertada por el cambio de tema.
Pedro no se molestó en responder mientras clavaba una rodilla en el suelo y tomaba su pie. Paula contuvo el aliento mientras pasaba una mano por el empeine.
–¿Te duele?
–Me escuece un poco.
Era mentira. Con la mano de Pedro deslizándose por su tobillo, no sentía ningún dolor.
–Sofi ha empezado a quejarse del papel de su habitación –Paula cambió de tema en un intento de distraerse.
–¿Sofi?
–Sofía, mi hija. Se llama como su abuela.
–Ah, claro –murmuró él.
–Aparentemente, se le ha pasado el momento de las hadas. No me puedo creer que dentro de nada vaya a cumplir ocho años.
–¿Ocho años es ser demasiado mayor para las hadas?
–Tristemente, sí.
–¿Y qué es lo siguiente? –preguntó Pedro. Paula estaba hipnotizada por el roce de sus manos. Unas manos con pequeñas cicatrices, las manos de un mecánico–. ¿Ballet? ¿Montar a caballo?
–Nada de ballet –respondió ella–. Le encantan los caballos, pero no puedo permitírmelo. La verdad, me da igual lo que elija mientras haya un tiempo entre ahora y los chicos. Los niños crecen tan rápido hoy en día.
–Siempre ha sido así.
–¿De verdad? Pues yo debí perdérmelo. Demasiados deberes, supongo –dijo Paula. Su madre no la dejaba ir al pueblo y, además, nadie se fijaba mucho en ella. Al menos, las chicas. Los chicos la habían mirado disimuladamente alguna vez, pero ninguno había sido lo bastante valiente como para decirle nada–. Las chicas del pueblo parecían mayores que yo.
–Pero eso ya no es un problema.
Paula negó con la cabeza.
–No, pero no se puede recuperar el pasado.
A los dieciocho años seguía siendo increíblemente ingenua y creía que el sexo y el amor iban de la mano…
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