—Siento que hayamos discutido. Lo siento de verdad. Pero, a pesar de todo, sabes que eres muy importante para mí —afirmó—. Además, te he estado observando esta noche y me he dado cuenta de que eres feliz en Bighorn.
—Olvídalo, Pedro —declaró con voz temblorosa—. Lo nuestro es imposible.
Pedro la miró unos segundos más y, a continuación, sacudió las riendas y tomó el camino de vuelta a la casa. Cuando llegaron, ella bajó y alcanzó la cesta.
—Tengo que llevar los caballos al granero —dijo él.
Ella asintió.
—Buenas noches, Pedro. Gracias por el paseo.
Mientras caminaba, Paula derramó una solitaria lágrima. Odiaba la idea de marcharse de Bighorn; pero, al mismo tiempo, lo estaba deseando. Esperaba que la distancia cerrara la herida que Pedro le había infligido, la herida del amor. Porque se estaba enamorando de él, y él no le podía ofrecer ninguna garantía. Pero, por otra parte, tampoco se las habría aceptado si se las hubiera ofrecido. En el fondo, era perfectamente consciente de que nadie podía garantizar nada.
A la mañana siguiente, Pedro se levantó más pronto que de costumbre para adelantar el trabajo y estar un rato con Paula, que se iba a las once. Cuando entró en la casa, había empezado a nevar. En principio, no nevaba tanto como para que las carreteras se quedaran cortadas, pero pensó que, en cuestión de clima, tampoco había garantías. ¿Cómo era posible que Paula no se diera cuenta? Estaba buscando un imposible. Tenía expectativas que nadie podía cumplir. Estaba ayudando a Rosa a fregar los platos cuando ella apareció con su equipaje. Se había puesto las botas que llevaba cuando llegó al rancho, y el mismo chaquetón de aspecto cálido que, sin embargo, resultaba completamente inútil en un lugar tan frío.
—Ah, ya estás preparada —dijo Rosa, que se secó las manos con un paño.
—Tan preparada como lo puedo estar.
—Tengo algo para tí.
Rosa alcanzó su cuaderno de recetas y arrancó un par de páginas.
—He anotado tus preferidas. No es gran cosa, pero...
—Es perfecto —dijo Paula con calidez—. Cuando eche de menos este lugar, prepararé uno de tus platos y me acordaré de tí. Gracias por todo, Rosa. Has conseguido que me sienta como si estuviera en mi propia casa.
—Cuídate, cariño.
Rosa se acercó a ella y le dió un abrazo.
—Y tú —replicó Paula.
El ama de llaves se giró entonces hacia Pedro y dijo:
—Venga, retírense de mi cocina. Tengo trabajo que hacer.
Pedro supo que Rosa solo quería que se quedaran a solas, y se llevó a Paula al vestíbulo de la casa.
—Espera un segundo. Me pondré las botas y te ayudaré con el equipaje.
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