Echó un vistazo a su ordenador, volvió a mirar por la ventana y, acto seguido, alcanzó la cámara que tenía en el bolso. Después, subió a su habitación, se puso una chaqueta y unas botas y salió de la casa; pero no se dirigió a la pista, sino a uno de los cercados. Desde allí, podría hacer todas las fotografías que quisiera sin que Pedro reparara en su presencia. Hizo fotos durante una hora. De los jugadores que iban y venían sobre la dura superficie helada; de sus gestos de alegría al marcar un gol y, sobre todo, de Pedro, que se reía a carcajadas cada vez que hacían una jugada particularmente buena. Y, cuando él se reía, ella se sorprendía sonriendo. No se había dado cuenta hasta entonces, pero su risa la hacía feliz. Y aquello la llevó a otra revelación: Que por muchas lágrimas que hubiera derramado durante los días anteriores, también se había reído mucho más que en muchos años. En Bighorn se sentía viva. Y lo iba a echar de menos. Esa fue la mayor sorpresa de todas. Jamás se habría imaginado que le gustara vivir en un sitio tan aislado como el rancho de Blake. No había más casas en varios kilómetros a la redonda. Cada vez que necesitaban comprar algo, tenían que subirse al coche. Y la ciudad más cercana se encontraba a casi una hora de viaje. Pero no era solo por el sitio. De hecho, ni siquiera era fundamentalmente por el sitio. Bighorn le gustaba tanto porque era el hogar de Pedro. Siguió haciendo fotografías durante un rato, hasta que, en determinado momento, cuando ya habían terminado de jugar, él alcanzó la bolsa donde había guardado sus pertenencias y se giró hacia el cercado. Paula no tuvo que usar el zoom de la cámara para saber que la había visto. Lo supo por su sonrisa. Y porque, luego, empezó a caminar hacia ella.
—¿Estabas haciendo fotografías?
Paual guardó la cámara y se dirigió a la casa, pero él la siguió.
—Por si no lo recuerdas, es mi trabajo.
Pedro se detuvo de repente, se inclinó un momento e hizo una bola de nieve, que sostuvo en la mano.
—Pero no has pedido permiso a los jugadores —dijo con humor.
Paula miró la bola y supo lo que iba a pasar.
—No te atrevas a...
—¿A qué? —preguntó él, sonriendo.
—Lo digo en serio, Pedro. No me tires esa...
Pedro le lanzó la bola, que le dió en el brazo.
—Maldita sea...
Paula ya no tenía más remedio que defenderse, así que hizo una bola con tanta rapidez como le fue posible y se la tiró; pero pasó por encima de la cabeza de Pedro, que soltó una carcajada y contraatacó al instante. Esa vez, su disparo la alcanzó en el pecho. Y, por segunda vez, Paula volvió a fallar. Ya se inclinaba para hacer otra bola de nieve cuando él corrió hacia ella y cerró los brazos alrededor de su cuerpo, inmovilizándola.
—¡Suéltame! —protestó.
Paula intentó liberarse, sin éxito. Solo consiguió que él se riera con más fuerza.
—¡Duro con ella, Pedro! —gritó uno de los chicos.
Enrabietada, Paula puso un pie detrás de una de las botas de Pedro y, a continuación, lo empujó con fuerza. Tal como suponía, su enemigo cayó hacia atrás como un árbol cortado. Pero la agarró de la chaqueta y la arrastró al suelo.
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