Conocía a hombres que pagaban fortunas a estilistas para tener la imagen dura y seductora de Pedro; hombres que se pasaban horas y horas en los gimnasios para tener un cuerpo como el que él había conseguido sin más sacrificio que su trabajo en el rancho. Pero no quería que se diera cuenta de lo que pensaba, así que apartó la vista, la clavó en la pantalla del ordenador y dijo:
—Pareces helado.
—La temperatura ha bajado mucho —explicó él—. Pero los animales ya están a cubierto.
—Excelente.
Paula miró las fotos. No le parecieron del todo malas, pero había acertado al decir que la luz no era la correcta; y, aunque las podía mejorar, no había ninguna que fuera especial en ningún sentido.
—¿Rosa se ha marchado? —preguntó él, mientras se lavaba las manos en la pila.
—Creo que sí. Oí la puerta antes de que empezara a oscurecer — contestó ella—. Pero ha dejado una lasaña en el horno.
Pedro se secó las manos con un paño.
—En ese caso, prepararé una ensalada y un pan de ajo para acompañar —anunció.
—Estás hecho todo un cocinero.
—No veo qué tiene de extraño. Hay muchos hombres que cocinan.
Paula pensó que tenía razón; pero, por algún motivo, le costaba imaginárselo entre cazuelas y sartenes.
—Dime una cosa... Si te gusta cocinar, ¿Por qué pagas a Rosa para que te prepare las comidas? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Porque necesita el trabajo. Además, también se encarga de las tareas de limpieza... Y, a veces, me gusta llegar a casa y no tener que preocuparme por ese tipo de cosas —le confesó—. Pero libra los fines de semana, así que tendrás ocasión de probar mis platos. Hago unas torrijas que están para morirse.
Ella se imaginó sus largos dedos en un recipiente lleno de huevo batido y sonrió.
—¿He dicho algo gracioso? —continuó él.
—No. Es que intentaba imaginarte con delantal.
Paula lo miró a los ojos y sintió un cosquilleo en el estómago. Por mucho que le molestara, cada vez lo encontraba más interesante. Pero, en cualquier caso, había llegado el momento de aclarar las cosas.
—Pedro...
—¿Sí?
—Quiero disculparme por lo que ha pasado esta mañana. Tus preguntas me han incomodado un poco, y he reaccionado mal.
Pedro escudriñó su cara con tanto detenimiento que Paula tuvo miedo de ruborizarse. Además, tenía la sensación de que habían establecido una especie de vínculo, y de que él podía adivinar sus pensamientos. Una sensación de lo más inquietante.
—Ah, vaya... No has encontrado alojamiento en ningún hotel.
Esa vez, Paula se puso roja como un tomate. Pedro había acertado de lleno. Y era tan obvio que no lo podía negar.
—Sí, es cierto —confesó—. Pero, aunque la hubiera encontrado, me he portado mal contigo.
—¿Y por qué te has portado mal?
—¿Siempre tienes que hacer preguntas difíciles? —replicó Paula.
—No son difíciles. Solo son concretas.
—Pues a mí me parece lo mismo.
Pedro la miró con más calidez.
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