miércoles, 9 de abril de 2025

Conquistar Tu Corazón: Capítulo 31

Pedro no perdía los estribos con facilidad, pero Paula Chaves lo había llevado al límite de su paciencia con sus tonterías sobre la perfección. Estaba acostumbrado a los prejuicios y los malentendidos; se producían con mucha frecuencia en su trabajo, y siempre encontraba la forma de eliminarlos. Pero no estaba acostumbrado a la impotencia que sentía cada vez que ella lo miraba a la cara. Era como si volviera a ser el adolescente inseguro y demasiado consciente de sí mismo que había sido. El adolescente del que se burlaban sus compañeros de clase. El adolescente al que los adultos miraban con lástima. Y, sobre todo, el adolescente del que huían la gran mayoría de las chicas. Por suerte, el paso del tiempo se había encargado de darle la sabiduría y la confianza en sí mismo que le habían faltado en su juventud. En ese momento sabía lo que quería. E incluso había conocido a mujeres que no apartaban la vista cuando se cruzaban con él, aunque su experiencia amorosa dejaba bastante que desear. Aún recordaba lo que le había pasado con una de ellas. Precisamente, con la que más le había gustado, con la única con quien había considerado la posibilidad de mantener una relación seria. Todo parecía ir bien; pero, al cabo de unos meses, empezó a hacer comentarios críticos sobre su cicatriz, y lo amenazó con abandonarlo si no se sometía a una operación de cirugía estética. Había llegado a afirmar que no podía ir con aquella «Atrocidad» por la vida. Desde entonces, todas sus relaciones habían sido cortas. Era un hombre y, como tal, tenía necesidades físicas; pero había llegado a la conclusión de que no encontraría a ninguna mujer que lo quisiera por la persona que era, por lo que se ocultaba debajo de aquella cicatriz. Y no estaba dispuesto a conformarse con menos. Paula Chaves había despertado su antigua inseguridad, y se odiaba a sí mismo por haberlo permitido y por haber dejado que lo empujara a decir cosas de las que ya se arrepentía. De hecho, la había dejado sola porque tenía miedo de decir algo más grave.


Una hora después del encontronazo con Paula, Pedro se obligó a olvidar sus problemas personales y se concentró en Abril Zerega. Era una de esas niñas que se ganaban el afecto de cualquiera a primera vista. Tenía unos grandes y preciosos ojos marrones y una larga y no menos preciosa melena de rizos oscuros, pero su cuerpo parecía retorcido y apenas podía controlar el movimiento de sus músculos. Sin embargo, su sonrisa parecía inmune a la enfermedad que sufría y, aunque de vez en cuando decía cosas ininteligibles, no había duda alguna de que era una chica muy especial. Cada vez que iba al rancho, se presentaba en compañía de las dos mujeres que cuidaban de ella: Gabriela y Silvana. Gabriela era su madre y Silvana, una fisioterapeuta de Canmore que ofrecía sus servicios profesionales sin cobrar, como voluntaria. Aquel día, él decidió ensillar a Queenie, un poni gris de dieciocho años. No era precisamente el espécimen más bonito del rancho, pero tenía la tranquilidad y el buen carácter de un cordero y diez veces más paciencia. Cuando Abril vió a Queenie, se le iluminaron los ojos al instante.


—Hola, señor Pedro.


—Hola, preciosa. ¿Preparada para montar?


La niña asintió.


—Llevo esperándolo toda la semana —dijo con voz cristalina.

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