viernes, 18 de abril de 2025

Conquistar Tu Corazón: Capítulo 52

Tras dar unas cuantas vueltas, compró un pañuelo y unos guantes a su abuela y un libro sobre vidrieras antiguas a Nadia. Vió unas cuantas cosas que le gustaron, y hasta estuvo a punto de comprar un sujetador y unas braguitas de color verde esmeralda en una tienda de lencería, pero desestimó la idea porque no los necesitaba; y porque no tenía intención de lucirlos en un futuro inmediato. A pesar de ello, le faltó poco para cambiar de opinión. Y, por supuesto, fue por culpa de Pedro; porque no había olvidado el destello de sus ojos cuando la besó. ¿Por qué se resistía a acostarse con él? Suspiró, volvió a mirar el conjunto de lencería y siguió adelante, decidida a comprar el último regalo para la familia, el más difícil de todos: El de Delfina. ¿Qué se le podía comprar a una mujer que siempre estaba viajando? ¿Qué se le podía comprar a una mujer que vivía pegada a una maleta? Al final, entró en una galería y le compró un cuadro pequeño, con un bosquecillo que terminaba en un río. Se lo compró porque le recordaba mucho los veranos en Beckett’s Run. Tenía los mismos colores suaves, y el mismo ambiente de nostalgia. Cuando lo llevó al mostrador y sacó la tarjeta para pagarlo, lo miró de nuevo y se le encogió el corazón. Sus hermanas no la habían dejado nunca en la estacada; pero ella las había abandonado o, más exactamente, se había abandonado a sí misma. No le extrañaba que Delfina estuviera enfadada con ella. Tenía buenos motivos.


Momentos después, Paula salió de la galería y se internó un poco más en el centro de Calgary. Sus pasos la llevaron a una tienda de ropa vaquera, a la que entró porque el olor le recordaba a Pedro. Su mundo estaba hecho de esas cosas. Botas, cuero, pantalones vaqueros y cinturones de hebillas anchas. En principio, solo le iba a comprar las campanillas para el trineo. Pero ¿Qué había de malo en tener un pequeño detalle con él, un gesto de agradecimiento? Al fin y al cabo, estaba viviendo en su casa y comiéndose su comida. Pasó la mano por una camisa roja, de manga larga, y se dijo que le quedaría maravillosamente bien. Enfatizaría la anchura de sus hombros, y sería un buen contrapunto para los ojos azules que se habían clavado en ella cuando la besó junto al árbol de Navidad. Además, no era para tanto. Solo era una camisa. No significaba nada. Nada convencida, alcanzó una camisa de su talla y eligió un broche plateado, con una turquesa, para la mujer que se encargaba del mantenimiento de la casa y de casi todas las comidas, Rosa. Era lo menos que podía hacer. Si compraba un regalo a su anfitrión, tenía que comprar un regalo a su anfitriona. Diez minutos más tarde, salió cargada de bolsas y se sentó en la terraza de una cafetería, donde pidió un bocadillo y un café. El día era fresco, pero no frío; y se dedicó a mirar a los chicos que patinaban y las estructuras que se habían construido para las entregas de medallas durante los juegos olímpicos de invierno, que el año anterior se habían celebrado en Calgary. Le encantaba aquel lugar. Tenía la vida y el movimiento de una gran ciudad, aunque sin llegar a ser excesivo. Y solo estaba a una hora de las montañas. A una hora de Pedro. Incómoda con la dirección que habían tomado sus pensamientos, pagó la cuenta y se dirigió a su coche. Aún tenía que comprar las campanillas del trineo, y llegar a Bighorn antes de la hora de la cena.

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