Salió de la casa y se dirigió al granero, que encontró más cálido de lo que esperaba. Momentos después, oyó voces procedentes de uno de los cercados y caminó hacia él, cruzando el edificio. Olía a caballos y a heno; un aroma que le recordó su adolescencia, cuando se empeñó en tener su propia montura. Por supuesto, sus padres se negaron a comprarle un caballo; pero, al final, consiguió que le pagaran clases de equitación. Por desgracia, no llegó a dar la cuarta clase. Su madre abandonó a su padre por enésima vez y, a continuación, se mudaron. Paula suspiró al recordarlo. Ese era el origen de su desconfianza, el motivo por el que procuraba no apoyarse en nadie. Alejandra y Miguel tenían personalidades tan distintas que estaban condenados al enfrentamiento: Ella, demasiado liberal en sus gustos; él, demasiado conservador. Y Paula se encontró atrapada entre los dos, con la responsabilidad añadida de cuidar de sus hermanas pequeñas. Pero era demasiado joven, y no hizo un gran trabajo.
Antes de salir del granero, se detuvo e hizo unas cuantas fotografías del largo corredor al que daban las cuadras. Tenía un aire encantador que recordaba al Salvaje Oeste, y el suelo estaba tan impecablemente limpio como la habitación de los arreos, donde descansaban sillas, riendas y otros objetos de monta en perfecto orden. Paula se puso a experimentar con la luz y las perspectivas, hasta el extremo de que perdió el sentido del tiempo. Pero, al final, guardó la cámara y salió del edificio. Pedro fue lo primero que vió. Estaba en mitad del cercado, con las manos en las caderas y los pies firmemente plantados en la arena. Se fijó en su camisa roja de manga larga y en el sombrero que cubría su cabeza. Y, sobre todo, se fijó en sus largas y fuertes piernas, que la dejaron sin aliento. De forma impulsiva, sacó la cámara otra vez y, tras ajustar el objetivo, pulsó el botón sin calcular ni sopesar nada. Él estaba tan perfecto que la imagen no necesitaba preparación. Y, en cualquier caso, no hizo la foto para incluirla en la campaña de publicidad, sino por puro capricho, porque le apetecía. Al principio, solo prestó atención a Pedro y a los dos niños a los que estaba dando clase, una chica de alrededor de diez años y un chico de edad similar, que se dedicaban a dar vueltas y más vueltas en sus monturas; pero luego vio a dos mujeres que debían de ser las madres de los pequeños, así que se mantuvo a distancia. Cuando terminó la lección, los niños desmontaron y llevaron los caballos al granero. Se apartó de la entrada para dejarlos pasar y, al cabo de unos minutos, se acercó a Pedro.
—Hola —dijo él—. Me preguntaba si aparecerías en algún momento.
Ella se encogió de hombros.
—Es que todavía tengo el tiempo cambiado —se excusó—. Cuando he bajado a desayunar, ya te habías ido.
—No te preocupes. Lo entiendo de sobra.
Pedro la miró a los ojos y Paula sintió un estremecimiento de placer que la incomodó, así que buscó un tema de conversación que mantuviera las cosas en un terreno lo más neutral y desapasionado que fuera posible.
—He visto que los chicos han desensillado los caballos sin ayuda de nadie. ¿Siempre lo hacen solos?
Él sonrió y asintió.
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