Paula asintió, aunque no sabía lo que pretendía. Pedro sacudió las riendas, pero no la llevó hacia el sitio donde habían estado aquella tarde, sino hacia la formación rocosa adonde habían ido en la motonieve. Tras unos minutos de cómodo silencio, llegaron a su destino.
—No he traído una cena de verdad, pero espero que no te hayas cansado de comer galletas —Pedro se inclinó y alcanzó la cesta, donde también estaba el termo y un par de tazas—. En cuanto al chocolate caliente, me he tomado la libertad de mejorarlo un poco.
Él le sirvió una taza y se la dió. Ella se la llevó a los labios, dió un sorbo y sonrió al notar su ingrediente secreto: un poco de whisky irlandés.
—Umm... Está delicioso —dijo.
El chocolate y la intensidad de las galletas que tomó durante los minutos siguientes la hicieron entrar en calor. Y se relajó tanto que apoyó la cabeza en el hombro de Pedro y se puso a mirar las estrellas.
—El cielo es tan bonito en este lugar...
—Sí, es cierto.
—¿Sabes que en Australia no se ve la Osa Mayor? Ni siquiera tenemos el mismo cielo que aquí, en Canadá.
Aquel pensamiento hizo que se sintiera más sola y desconectada que antes. Le habría gustado saber que Pedro y ella estarían mirando las mismas estrellas cuando se encontraran a miles de kilómetros de distancia, pero no era cierto. Y, aunque lo hubiera sido, la diferencia horaria habría impedido que vieran las estrellas a la vez. Estuvieron en silencio unos minutos, hasta que él señaló un punto del horizonte, situado al Norte.
—Bueno, estoy seguro de que esto no lo has visto en Australia —dijo.
—¿A qué te refieres? —preguntó Paula.
—Tú mira...
—Ya estoy mirando, pero no veo nada particular.
Él sonrió.
—Espera unos momentos... Sí, ahí está.
Fue como si el cielo cambiara de repente. Paula vió una gran mancha blanca, cuyos bordes tenían tonos verdes y amarillos.
—¡Guau! ¿Eso es la aurora boreal?
Pedro asintió.
—En efecto. Tenía la sospecha de que hoy la podríamos ver, porque hace frío, el cielo está despejado y la luna no está completamente llena. Pero es una pena que no estemos más al Norte. En Fort McMurray es increíble. Mucho más grande, y con muchos más colores —le explicó.
—Es preciosa. Fíjate...
Paula se sentía absolutamente embriagada por el espectáculo que estaba viendo. Era como si Pedro fuera brujo y hubiera hecho un hechizo, para conseguir que aquella noche de invierno fuera perfecta. Y le había regalado una aurora boreal. ¿Cómo se podía resistir a un hombre como aquel?
—Me gustaría que no te fueras mañana —declaró él en voz baja—. Me gustaría que te quedaras y conocieras a mis padres. Me gustaría que te despertaras aquí el día de Navidad y desenvolvieras los regalos que te estarían esperando al pie del árbol.
Ella suspiró.
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