viernes, 15 de noviembre de 2024

Nuestros Bebés: Capítulo 8

Paula lo miró a los ojos, contenta de no haber cedido. ¿Padre de su hijo? ¿Qué pruebas podía tener? En otras circunstancias, ser ayudante del fiscal del distrito le habría dado mucho poder de negociación, pero no en lo que se refería a su hijo. Nunca en lo que se refería a su hijo.


—Estoy muy ocupada.


—En ese caso, mañana para almorzar.


—Ya tengo planes.


—¿Mañana por la noche? —insistió él.


—No puedo —le espetó Paula, al tiempo que se soltaba con un fuerte tirón del brazo—. Ahora, si me perdona...


—Esto no acaba aquí, Paula. No pienso marcharme. O accedes a reunirte conmigo para que podamos hacer esto por las buenas —dijo, en un tono de voz amenazante—, o, si te niegas, podemos iniciar una batalla por la custodia en los juzgados en la que el mundo entero podrá ver cómo se diseccionan nuestras vidas, detalle a detalle. ¿Cuál de las dos cosas quieres? Tú decides —añadió, con los ojos echándole chispas.


Paula sabía que, fuera cual fuera su decisión, él iría a ganar. Sin embargo, ella no pensaba quedarse atrás.


—No quiero ninguna de las dos cosas. Lo único que he querido siempre es un hijo, este hijo. Usted, el padre, si lo que dice es cierto, no debía entrar nunca en todo esto.


—Sin embargo, no es así. Puedo demostrar que soy el padre. No cejaré hasta que todo esto esté acordado.


—Me niego a entrar en una disputa por mi hijo.


—También es mi hijo. Tenemos mucho de lo que hablar. Compraré algo de comida y estaré en tu casa a las siete.


—Pero...


—Asegúrate de estar allí.


—No. En mi departamento no. Preferiría que nos reuniéramos en un lugar público.


—Por eso he venido aquí hoy. Pensé que no me dejarías entrar si me presentaba en tu departamento. Me parece bien que nos reunamos en un lugar público siempre que no te moleste que se te vea conmigo.


Paula frunció el ceño. Se dió cuenta de que la tenía entre sus garras. 


—De acuerdo. Nos reuniremos en mi departamento —musitó entre dientes, al tiempo que su jefe y el cliente de este entraban en la sala de reuniones.


Pedro asintió y luego fue a sentarse frente a la pesada mesa de caoba como si hubieran estado hablando simplemente de cosas sin importancia. Empezó a mirar un montón de papeles mientras Paula sentía ganas de llorar. Salió de la sala y cerró la puerta. El corazón le latía a toda velocidad. Las manos le temblaban mientras se apretaba el vientre, justo en el lugar donde estaba su hijo, a salvo de todo mal. Al menos por el momento. El día anterior, después de recibir confirmación de que estaba embarazada, se había sentido la mujer más feliz del mundo. En aquellos momentos, el mundo parecía desmoronarse a sus pies y todo porque un hombre pensaba que sus derechos eran más importantes que los de ella. ¡Qué mala suerte que hubiera sido un abogado, un fiscal! Recordó cómo se había sentido cuando él la tomó entre sus brazos, como si ella no pesara nada. Cómo la había abrazado, haciéndola pensar, durante un breve momento, que tenía sentimientos... A pesar de todo, no pensaba creérselo y se negaba a que él la convenciera con sus buenas palabras o a que la intimidara. Nunca más. Haría falta mucho más que un abogado empujado por la testosterona, con hombros tan anchos como el cañón de Palo Duro para distraerla.


Decidida a poner fin a lo que el señor Alfonso hubiera planeado, Paula se marchó a su despacho. Necesitaba confirmar que Pedro Alfonso era en realidad el padre de su hijo, a pesar de que no le parecía que él se atreviera a hacer aquella afirmación sin estar completamente seguro. No obstante, su matrimonio con un abogado le había enseñado que cualquier persona era capaz de mentir, incluso un hombre que había jurado defender la justicia. Una vez, había sido increíblemente ingenua. Había creído en el amor, en el matrimonio y en los finales felices. Sin embargo, aquello había terminado. Había aprendido la lección y había pagado un alto precio por su inocencia. No volvería a confiar nunca más en un hombre ni le daría nunca control sobre su vida. Y mucho menos a un abogado. Y que Dios ayudara a cualquiera, aunque fuera fiscal, que tratara de quitarle a su hijo. 

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