—En ese caso —comentó él, riendo—, no me molestaré en decirte cómo ese diseño de leopardo resalta los reflejos dorados de tus ojos. Si fueras un testigo de la acusación, te haría marcharte a tu casa para cambiarte de ropa y ponerte algo negro, conservador, con botones hasta arriba y manga larga.
—¿Por qué? —preguntó ella, sin poder evitarlo.
—Por el modo en que estás vestida ahora —respondió Pedro, con expresión seria, mientras la miraba de un modo desconcertante—, distrae demasiado. Todos los hombres del jurado estarían tan ocupados mirándote que no escucharían ni una palabra de tu testimonio.
Estaba funcionando. Maldito sea. A pesar de quién era y de que Paula sabía lo que estaba buscando, aquel encanto de seducción estaba teniendo efecto en ella. Se recordó que probablemente eran las hormonas, solo eso. Sin embargo, parecía ser mucho más. Parecido a un terremoto, a una erupción volcánica o a un tornado.
—Supongo que puedo ver que los miembros masculinos del jurado, cuando estén en edad reproductiva, se podrían ver distraídos por la ropa de una mujer.
—De una mujer muy atractiva. ¿Y qué edades crees tú que quedan comprendidas en esa edad reproductiva?
—Bueno, yo diría que desde la universidad...
—Menos.
—Desde el instituto...
—Menos.
—¡Vaya! No tuve la suerte de tener hermanos, así que no creo estar dotada para...
—De eso nada. Te aseguro que estás muy bien dotada —replicó él, lanzándole una pícara sonrisa—. Yo diría más bien desde los últimos años de la escuela primaria.
—¿De verdad?
—Más o menos. Bueno, sigue.
—De acuerdo, señor...
—Pedro.
—Muy bien, Pedro, desde los últimos años de la escuela primaria hasta... Hasta... Los sesenta y cinco —añadió, después de pensarlo un momento. Pedro negó con la cabeza—. ¿Hasta los setenta? Nada.
—¿Ochenta?
De nuevo nada. Paula frunció el ceño.
—¿Hasta la muerte?
—Exactamente. Así que ahora podrás ver por qué hay que tener mucho cuidado con lo que se pone un testigo. Si la mujer es muy atractiva, como te ocurre a tí, entonces se convierte en un verdadero problema.
¿Atractiva? ¿Ella? Por suerte, una camarera muy joven se acercó a su mesa y colocó un enorme vaso de té helado delante de Pedro.
—¿Lo de siempre?
—Claro.
La joven asintió y fue a la siguiente mesa.
—¿Vienes aquí a menudo? —preguntó Paula, con la esperanza de cambiar de tema.
—Un par de veces por semana —respondió él, tras tomar un sorbo del vaso.
—¿Y siempre te sientas con mujeres que están solas o es que estás tratando de devolverme el golpe por lo de anoche?
—¿Cómo dices?
—Cuando mi jefe se entere de que hemos almorzado juntos, probablemente me despedirá. Estoy segura de que no se creerá que hemos estado hablando de testigos.
—Y de sexo —añadió él, con una devastadora sonrisa.
—Sí, de eso también. ¿Es que no hay otra mujer en Hale a la que puedas ir a molestar? ¿Por qué yo?
—Porque estás esperando un hijo mío.
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