Paula trató de ocultar un bostezo detrás de la mano y entonces miró la bolsa una vez más.
—Estábamos tan ocupados que tampoco pude almorzar. Incluso fría, cualquier clase de comida suena estupenda. Gracias, señor Alfonso, por traer la cena.
—Pedro. Llámame Pedro.
Paula estudió su rostro durante un instante, como si estuviera tratando de leer sus intenciones.
—De acuerdo, Pedro. Vamos a comer. Tú podrás decir lo que quieras y, entonces, hablaré yo. También tengo algo que necesito decirte.
Aquella disposición a hablar sorprendió a Pedro. Decidió que haría todo lo posible por terminar rápidamente con aquello, porque parecía que ella estaba a punto de desplomarse. A pesar de que era un hombre muy duro, no carecía de sentimientos. Resultaba extraño que tuviera que ser aquella mujer quien se lo recordara. Ella parecía tan cansada que hizo que Pedro se preguntara si no debería aplazar aquella reunión. Sin embargo, algo le empujaba a arreglar las cosas. Tal vez era el miedo a que ella convirtiera aquel asunto en una larga y desagradable batalla legal que lo mantuviera apartado de su hijo. Miedo a que ella desapareciera sin dejar rastro o tuviera un aborto, como ya le había ocurrido antes. Paula le indicó una pequeña cocina mientras ella se quitaba el abrigo y lo dejaba sobre una silla.
—¿Cuánto te debo por la cena?
—No te preocupes por eso —respondió Pedro, mientras metía la bolsa en el microondas.
Ella sacó el monedero y le metió un billete de cinco dólares en el bolsillo de la chaqueta.
—Creo que con eso será bastante.
Entonces, se giró y abrió uno de los armarios. Cuando se puso de puntillas para alcanzar los vasos, Pedro se acercó a ella.
—Espera. Déjame que los saque yo.
De repente, Paula se dió la vuelta y se apretó contra él en los lugares menos indicados. Y resultaba tan agradable... Bajó los brazos y los colocó a ambos lados de ella. Observó cómo le subía y le bajaba el pecho mientras él colocaba los vasos sobre la encimera, a espaldas de Paula. Su aroma, una mezcla única de sensualidad y de salubridad, lo envolvió. Olía tan bien... Ella inclinó la cabeza a un lado y lo miró con ojos luminosos. Cuando se dió cuenta de que ella había dicho algo, Hunter reaccionó.
—¿Qué?
—El microondas —susurró ella, con poco más que un hilo de voz—. Ya ha sonado.
—Sí, ya lo he oído —mintió.
No quería admitir que había estado tan absorto contemplándole los labios que ni siquiera habría escuchado las sirenas de la defensa civil. Tras echarles una última mirada, dio un paso atrás.
—Espero que el agua esté bien para la cena —dijo ella.
Sin esperar su respuesta, sacó una jarra del frigorífico y llenó los dos vasos.
—Sí, está bien.
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