—¿Qué ocurrió?
—Yo me he preguntado lo mismo un millón de veces — admitió paula—. ¿Cómo fue posible que no me diera cuenta de lo que se me venía encima? Lo único que sé es que el muchacho solícito con el que salí y el hombre controlador con el que me casé eran como el doctor Jekyll y el señor Hyde.
—¿Te… Te hizo daño?
—¿Físicamente? No. Es decir, me agarró por los hombros unas cuantas veces y me zarandeó, pero jamás me pegó ni nada por el estilo. Sin embargo, emocionalmente…
Paula tardó en seguir. En ese tiempo, Pedro sintió que la sangre que se le helaba.
—Todo en nuestra casa tenía que ser como él quería. Las latas perfectamente alineadas, pero sin tocarse. Las toallas dobladas de un modo específico. Todo lo que se metía en el lavavajillas tenía que enjuagarse escrupulosamente. La más pequeña mancha de comida me suponía un buen sermón. Sé lo que estás pensando…
—Lo dudo.
—¿Qué tiene de malo todo esto? Sin embargo, después de un tiempo, sus palabras eran como gotas de agua sobre la piedra. Me iban dejando mella. Empecé a dudar de mí misma. Ese comportamiento obsesivo resultaba enojoso, pero entonces empezó a ser paranoico. Me quitó el móvil y yo tenía que pedirle permiso para utilizar el teléfono fijo. Me decía que era por mi bien. Me decía que yo era demasiado inocente. Que no veía los verdaderos motivos de la gente… En realidad, en eso tenía razón. No vi cómo era él hasta que estuvimos legalmente casados.
Pedro no era un experto en matrimonios, pero lo que Paula estaba describiendo era una condena, no un matrimonio. Su ex marido era un carcelero.
—Nada de eso fue culpa tuya.
—Lo sé. Ahora.
—Sin embargo, en su momento no estabas tan segura, ¿Verdad?
—No. Yo me culpaba por lo que estaba ocurriendo. Las gotas de agua, ya sabes… Cuando David se enfadaba o se disgustaba, siempre era por algo que yo había hecho o que no había hecho.
—Lo que hizo que su mal humor se convirtiera en tu problema.
—No lo hagas —dijo ella de repente.
—¿El qué?
—Compararte con él. No te pareces en nada.
—Te lo agradezco, créeme, pero sé que puedo resultar un completo idiota.
—Por supuesto —afirmó ella, en tono de broma—, pero no te pareces en nada a David. Tú nunca has utilizado la guerra psicológica contra mí o contra los que te rodean. Esa era su táctica. Me culpaba por su mal humor tan a menudo que me lo empecé a creer. Scott era un maestro en conseguir que yo me sintiera inútil y, sobre todo, inadecuada.
Eso era algo que Pedro no había hecho nunca. Jamás había hecho que los que le rodeaban se sintieran inferiores.
—¿Y qué decía tu familia?
—Nada porque no lo sabían.
—¿No hablaste con ellos? —preguntó él muy sorprendido.
—No. ¿Cómo le podía contar a mi madre que tenía razón sobre David cuando ella no hacía más que decirme lo mucho que se alegraba de que yo no la hubiera escuchado? Cuando estaba mi madre, él se comportaba perfectamente, al igual que con mi hermana y mi cuñado. Yo era la única que veía al verdadero David. Y me tenía medio convencida de que yo era realmente así.
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