A las cuatro de aquella tarde, Pedro había dado por hecho que no podría hacer nada. Había ido al instituto para hablar con el asesor y con Kevin Johnson, el atribulado adolescente. Las cosas habían ido de mal a peor cuando Kevin había abandonado la sala sin darles una oportunidad para poder hablar. Desde que había llegado a su despacho, había sentido varias veces el deseo de llamar a Paula. Incluso había agarrado el teléfono en un par de ocasiones, pero, en el último minuto, había colgado. En aquellos momentos, estaba sentado en el interior de su vehículo, frente al departamento de ella, esperando que llegara a casa para asegurarse de que estaba bien. Había pensado en pasarse por su despacho, pero decidió que aquello no le serviría de nada. Sabía que estar allí esperando era una estupidez, pero desde el almuerzo había tenido la sensación de que algo no iba bien, que ella le necesitaba. Al ver movimientos en la ventana del departamento de ella, abrió la puerta del vehículo y salió al exterior. Tras mirar el reloj, empezó a subir los escalones de dos en dos. Sabía que se estaba comportando como un necio, pero Williams no solía dejar que sus empleados terminaran antes de la hora. Tal vez Paula le daría con la puerta en las narices, pero al menos sabría que estaba bien. Cuando llegó al rellano del segundo piso, se detuvo delante de la puerta. Tenía la respiración entrecortada, pero llamó inmediatamente. Después de lo que pareció una eternidad, se abrió la puerta. Paula iba vestida con unos pantalones vaqueros y jersey de cuello alto. Se había recogido el cabello en una coleta, lo que le daba un aire más juvenil que agradaba profundamente a Pedro. Sin embargo, la palidez que tenía en el rostro hizo que se le helara la sangre.
—¿Qué pasa?
—Pedro...
—¿Qué pasa? —insistió él, entrando en el apartamento.
—Estoy manchando —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Manchando?
—Sangrando.
—¿Has llamado al médico? —quiso saber Pedro, sintiendo que el corazón le empezaba a latir a toda velocidad.
—Sí. He hablado con el doctor Rollins, mi tocólogo. Ya ha terminado sus visitas de por la tarde y me dijo que me recibiría en su consulta.
—¿Cuándo?
—Dentro de quince minutos.
—¿Por qué no me has llamado? —le dijo él. Paula abrió la mano y le mostró su tarjeta de visita, completamente arrugada—. ¿Dónde tienes el abrigo?
Rápidamente, examinó el salón y vió un abrigo debajo de una maleta a medio hacer. Mientras la ayudaba a ponérselo, se preguntó si aquello significaba que ella había pensado marcharse de la ciudad. Sin embargo, aquello no era la prioridad en aquellos momentos. Cuando hubo terminado, la tomó en brazos. Había preparado legajos jurídicos que pensaban más que ella.
—¿Qué estás haciendo?
—Llevarte al médico —respondió él, mientras cerraba la puerta del departamento y la llevaba escaleras abajo.
—¿Pedro?
—¿Sí?
—Tengo miedo —susurró Paula, tras apoyar la cabeza sobre el hombro de él—. Tengo mucho, mucho miedo.
Pedro sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Con mucho cuidado, abrió la puerta del pasajero y la colocó dentro. Tenía un aspecto tan frágil...
—Yo también, Paula. Yo también...
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