Mientras se levantaba de los escalones en los que había estado sentado desde hacía dos horas, Pedro le extendió una bolsa de papel, que contenía dos hamburguesas y patatas fritas completamente heladas.
—Sé que esta tarde me excedí y he traído esto para firmar la paz — dijo, dedicándole una sonrisa que esperaba que fuera sincera.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que tuvo razón para sonreír que el movimiento le pareció forzado y completamente inapropiado. Ella se dirigió hacia su departamento y reveló la sorpresa que le había producido aquel ofrecimiento abriendo ligeramente los ojos, que estaban rodeados por unas oscuras marcas de fatiga. Saber lo que le había llevado allí no hizo que Pedro se sintiera mejor. Enfrentarse a un delincuente era algo que hacía todos los días, algo que le encantaba y en lo que era de los mejores. Sin embargo, hacer lo mismo con una mujer no le resultaba tan fácil. Además, había algo en aquella mujer en particular que lo afectaba más de lo que debería. Seguramente era el aire inocente de vulnerabilidad, o tal vez el modo en que se colocaba la mano en el vientre, como para proteger a su hijo... De él. Su intento por mantenerlo alejado de su hijo, como había hecho su padre hacía quince años, le había llenado de frustración. Sin embargo, aquel gesto le había hecho cuestionarse si lo que estaba haciendo era lo mejor.
—¿Has cenado? —le preguntó.
—No. Vengo directamente de mi trabajo.
—Sé que es muy tarde, pero me gustaría resolver este asunto esta noche.
Pedro observó cómo ella abría la puerta. Estaba muy preocupado por ver cómo ella respondía a sus demandas. No quería disgustarla, pero tampoco deseaba volver a pasar por el dolor de perder otro hijo. Las dudas crónicas que había sentido desde que conoció a Paual aquella tarde no tenían sentido alguno, al igual que ocurría con las otras cosas que había observado en ella. No era una delincuente ni él estaba actuando en nombre de la justicia. Paula Chaves solo era una mujer que se había convertido en víctima de las circunstancias. Y él solo era un hombre. Tal vez ese era el problema. ¿Cuándo había sido por última vez Pedro Alfonso, el hombre y no el ayudante del fiscal del distrito? ¿Cuándo había estado por última vez con una mujer que oliera tan bien, con alguien que le hiciera darse cuenta de todo el tiempo que había pasado? Evidentemente, una eternidad.
—Entre.
Pedro notó cómo arqueaba la espalda, como si quisiera estirar una espalda que había pasado demasiadas horas sentada frente al ordenador.
—Pareces muy cansada.
—Lo estoy, pero no quiero posponer esto.
—No tardaré mucho. Tal vez unos treinta minutos. Calentaré las hamburguesas y charlaremos mientras comemos.
Pedro se negó a admitir el vínculo que había sentido con ella antes, cuando había tratado de proteger a su hijo. No había sentido algo parecido... Nunca. Trató de apartar aquellos pensamientos de su cabeza. Pensar aquel tipo de cosas solo lo convencería para que se marchara, para que la dejara en paz, para que se olvidara de que iba a ser padre, algo que no podía hacer. Temía lo que estaba a punto de decirle, porque aquello sería una prueba irrefutable de que él verdaderamente era el canalla despiadado que todo el mundo creía.
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