—¡Pedro! —gritó Paula—. ¿Qué estás haciendo?
—Tratando de ponerme de pie.
—¡No! De ninguna manera. ¿Me oyes? Tienes que volver a sentarte y esperar a Juan.
El mismo orgullo que le había empujado a lo largo de tantas sesiones de fisioterapia se apoderó de él. No iba a sentarse. No iba a esperar. Iba a ponerse de pie y a salir de la bañera por sus propios medios. Con los dos brazos sobre el borde de la bañera, se puso de rodillas. Quedaba ya muy poco agua en el fondo. Tuvo dudas. Tal vez debería esperar…
—¡Pedro!
—Estoy bien. Puedo hacerlo —dijo esperando poder convencerlos a los dos.
—Cúbrete porque voy a entrar —anunció ella un instante antes de hacer girar el pomo.
¿Qué diablos…? ¿Sería capaz? Claro que lo fue. Pedro tuvo el tiempo suficiente para tirar de la toalla y colocársela antes de que ella entrara. Tenía los ojos cerrados y llevaba una mano extendida, aparentemente para asegurarse de que no se chocaba con nada.
—¿Estás visible? —le preguntó—. ¿Puedo abrir los ojos?
Él estaba descansando sobre los talones, con la toalla sobre el regazo. Aunque estaba lo suficientemente cubierto, se sentía desnudo. Era más fuerte y más pesado de lo que había estado aquel día, cuando ella lo vió sin camiseta, pero distaba mucho del físico esculpido que él había poseído hacía ya mucho tiempo.
—Preferiría que no me vieras así, Paula.
Ella abrió los ojos y los fijó en el rostro de Pedro.
—¿Verte cómo, Pedro? Estás perfectamente cubierto.
—No me refería a eso. Yo solía estar… Mucho mejor físicamente que ahora…
—A mí me parece que estás bastante bien, en especial para alguien que se está recuperando.
El tono de su voz pareció bastante normal, pero las mejillas se le habían cubierto de un ligero rubor. Al verla de aquella manera, Pedro sintió que su ego engordaba.
—¿De verdad?
—Sí.
—Tú también me pareces muy bien a mí. Eres muy hermosa, Paula. Por dentro y por fuera. Tan fuerte…
—No hay muchos hombres que aprecien la fuerza en una mujer.
—Yo sí.
Las últimas gotas de agua terminaron de salir por el desagüe. El ruido que hicieron rompió la magia.
—¿Me puedes dar mi albornoz?
Mientras Paula se daba la vuelta para alcanzarlo, él apartó la toalla empapada. Cuando ella se lo entregó, se lo puso y se apretó bien el cinturón.
—Estoy listo —le dijo mientras volvía a ponerse de rodillas.
Ella se dió la vuelta y lo estudió durante un instante.
—Creo que sería mejor que me metiera en la bañera contigo.
Ese comentario despertó la libido de Pedro. Mientras estaba tratando de controlar su deseo, vió cómo ella se quitaba los zapatos y se metía en la bañera.
—Deja que me coloque detrás de tí —dijo ella.
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