Paula no sabía en qué clase de casa esperaba que viviera Pedro, pero desde luego no era una enorme granja de aspecto victoriano. A la izquierda del edificio principal había un granero cuya pintura estaba ajada por el tiempo y el sol de Texas. Una puerta estaba descolgada y la otra le faltaba. Notó una pequeña caseta, visible a cierta distancia detrás de la casa. Estaba un poco inclinada hacia un lado y tenía una luna cortada en lo alto de la puerta. Parecía una caseta de juegos para los niños, aunque más alta.
—¿Es eso lo que creo que es?
—Es un retrete —respondió él, mientras la ayudaba a salir de la furgoneta.
—¿Es que no tienes cuartos de baño en el interior?
—¿Qué? ¿Es que te preocupa tener que salir descalza por las mañanas temprano, pisando el rocío que hay en la hierba?
—No me molestaría en absoluto —replicó ella, encantada de estar en el campo y dejar atrás los ruidos que se había acostumbrado a escuchar—. Desde que dejé la universidad, la única hierba que he visto de cerca ha sido la que crece en el estacionamiento.
—Puedes caminar todo lo que quieras por aquí... Mientras el médico te dé su autorización, pero no vayas a explorar sola.
—¿Por qué no?
—No quiero que te vayas por ahí sin mí.
—Entiendo. Creo que, antes de acceder a vivir contigo, debería haberte preguntado cuáles eran tus expectativas —respondió ella.
¿Sería posible que estuviera pensando en tenerla bajo llave?
—¿Expectativas?
—Es decir... Tú eres un hombre. Y yo una mujer.
—¿De verdad? —bromeó Pedro—. No me había dado cuenta.
—No me lo vas a poner fácil, ¿Verdad?
—No —comentó él riendo—. No tengo ninguna expectativa, así que puedes relajarte.
De repente, un perro negro dió la vuelta a la esquina de la casa y empezó a ladrar.
—Es Kira. Es un cruce de Chow y de Labrador. Es la perra con mejor carácter que podrías encontrar.
Al ver que la perra se acercaba, Pedro se agachó y empezó a acariciarla. La cabeza de la perra se parecía a la de un oso y tenía la lengua negra. El largo pelo se parecía al de una oveja. Kira se acercó a Paula, que se agachó para acariciarla. La perra le olisqueó la mano y empezó a menear la cola.
—¿Y no tiene calor durante el verano?
—Bueno, hay un tanque ahí detrás. Cuando no está importunando a los gatos o persiguiendo conejos, está dentro.
—¿También tienes gatos?
—Sí. Están en el granero o debajo de la casa. Venga. Tienes que descansar.
Cuando la tomó de la mano y empezó a tirar de ella en dirección a la casa, Paula se detuvo para contemplar los pastos que los rodeaban.
—¿Necesitas mi ayuda? —le preguntó él, tras girarse para mirarla.
—Te estás comportando como si yo fuera una inválida. Te prometo que soy más que capaz de ir andando a la casa.
Pedro la miró muy serio, pero finalmente la soltó. Caminó hasta su lado hasta que llegaron a la escalera del porche. Entonces, la agarró con fuerza por el codo.
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