¿Dónde iba a dormir? Paula apretó los dientes. Aquella era la pregunta del millón, pero se encogió de hombros y le ofreció lo que esperaba que fuera una despreocupada sonrisa.
—Me imagino que encontraré algo durante la duración de su estancia —dijo ella.
Pedro se sentó en el sofá e hizo un gesto de dolor mientras se acomodaba en los cojines.
—Bueno, debe de haber al menos una habitación disponible, ¿No? — comentó él.
—No. Estamos al cien por cien. Al menos esta semana.
—¿Y la que viene?
Ella suspiró lentamente.
—En realidad, estamos al cien por cien durante el resto de la temporada, eso si no hay cancelaciones de última hora. Hasta ahora, ha sido un verano excelente. Los ingresos…
—Bueno —dijo él, interrumpiéndola—, pero no puede dormir usted en el vestíbulo.
La única alternativa al vestíbulo era… Dirigió la mirada hacia la habitación que estaba libre, donde ella hacía ejercicio cuando el tiempo le impedía salir a correr al exterior. Tenía un futón que se convertía en una cama y que, según su hermana, era bastante cómodo. Delfina y su hijo Valentín eran los únicos invitados que Paula había tenido. Recordó que estaban a punto de hacerle una visita. Tendría que llamarlos para decirles que los planes habían cambiado.
—Haré que el botones me instale una cama plegable en el despacho —dijo ella por fin.
—¿En el despacho por el que acabamos de pasar? Pero si apenas cabe el escritorio. Ahí no se puede meter ninguna cama, aunque sea plegable.
—Estaré algo apretada, pero… —admitió.
Además, tendría que buscarse un lugar para el aseo y para guardar sus cosas, pero al menos tendría más intimidad que en las zonas comunes.
—No.
—¿No?
—No.
Paula sintió que le subía la tensión. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. Desde su divorcio, ningún hombre se había atrevido. Después del fracaso de su matrimonio, durante el cual había tomado siempre un segundo plano tras la autocrática figura de su marido, se había jurado que jamás volvería a consentir que eso ocurriera. Tenía cerebro y voz y había aprendido a utilizarlos con impunidad. Cuando abrió la boca para protestar, Pedro se reclinó sobre los cojines y cerró los ojos. Había estado decidida a contrarrestar sus órdenes, firme pero cortésmente, por supuesto, pero la expresión de su rostro se lo impidió. La tensa línea de la boca y el modo en el que fruncía el ceño dejaban muy a las claras que estaba sufriendo.
—¿Cuándo se tomó un analgésico? —le preguntó ella.
—Dejé de tomarlos hace unas semanas —musitó él—. Me convertían en un zombi y no resulta una sensación agradable. Lo último que deseo es convertirme en adicto a los medicamentos. Ya tengo bastante con lo que tengo.
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