—Antes te marchaste muy precipitadamente y no se te ha vuelto a ver. Pensé que tal vez el señor Alfonso se había despertado mientras tú estabas en la habitación y te había dicho algo que te disgustara.
Claro que Pedro había dicho algo. Algo fuera de lugar, algo que le había hecho hervir la sangre, pero no solo de ira. Fuera como fuera, no iba a compartir los detalles con Juan.
—No. Es que tenía que terminar algo de trabajo.
Juan le dedicó una mirada similar a la de Silvia cuando le dijo lo del proveedor. Decidió ir a buscar la ropa de cama y una almohada del armario de la lencería. Cuando regresó, vió que Juan había apagado la televisión y que había apartado la mesita de café para poder sacar la cama.
—El señor Alfonso estaba de muy mal humor esta noche — comentó.
—¿Sí?
—Se quejaba de que le dolía mucho la pierna.
—Seguramente se le pasó el efecto del ibuprofeno. Tiene que tomar dos pastillas cada cuatro o seis horas, según la dosis que se describe en el frasco.
Juan terminó de sacar el colchón y se puso a colocar la sábana.
—Él mismo se ocasionó parte de ese dolor. Se ha pasado demasiado tiempo hoy sentado o tumbado. Se saltó la sesión de fisioterapia de la tarde. Tiene que moverse, a pesar del dolor. El tejido cicatrizado tiene que estirarse con los tendones. Cuanto más tiempo permanezca inmóvil, más rígidos se le quedan los músculos.
Los músculos no eran la única parte de su anatomía que se había quedado rígida. Paula tragó saliva y centró su atención en la cama que estaban haciendo.
Pedro durmió muy mal. Se pasó la noche dando vueltas en la cama, inquieto, y gruñendo de dolor. Su conciencia le molestaba tanto como la pierna. Tal vez más aún, dado que se había acostumbrado ya al dolor físico. Había oído cómo Paula entraba en el departamento. Cómo estaba un rato hablando con Juan. Después, había oído cómo los pasos se dirigían con ligereza hasta el otro dormitorio. Se la había imaginado tumbada en el incómodo futón. Su conciencia estuvo torturándole toda la noche, no por haberla despojado de su cama, sino porque no podía dejar de pensar en lo que llevaría puesto. Cuando por fin se hizo de día, apartó las sábanas. Tenía que disculparse por su grosero comportamiento del día anterior. La encontró en el porche privado al que se salía a través de la puerta de la terraza del salón. Estaba sentada en una silla, con los dedos volando rápidamente sobre las teclas de un portátil. Tenía una taza de algo caliente sobre la mesa. Juan estaba en la barandilla, bebiendo un vaso de algo verde a través de una pajita. Él vió a Pedro a través de las puertas de cristal y corrió para ayudarlo a abrirlas.
—¡Buenos días, señor Alfonso! —exclamó con su habitual buen humor—. Se ha levantado muy temprano. Paula y yo estábamos aquí, disfrutando de la salida del sol. Va a ser un buen día.
El entusiasmo de Joe debía de haber sido contagioso. Pedro miró a Paula, que parecía tan poco motivada como él se sentía.
—¿Quiere un batido de pasto de trigo?
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