Cuando Paula entró en el salón, se preparó para una conversación desagradable. «Sé cortés y profesional, pero no abandones tus principios». No tenía que haberse molestado con los consejos. Pedro estaba profundamente dormido en el sofá. Estaba tal cual se había sentado. Dormido, parecía menos formidable y menos intimidante que cuando estaba despierto, pero no podía deshacerse de una mueca de dolor y tristeza que le fruncía las comisuras de la boca. Dolor. Todo esto unido a una silla de ruedas y a un bastón deberían haberle hecho parecer vulnerable. No era así. Tampoco le restaba atractivo. Con sus afiladas mejillas y la fuerte mandíbula, Pedro Alfonso era poseedor de una belleza clásica. No había duda de ello, a pesar de su delicado estado físico. Tampoco servía para olvidar su reputación como castigo de las damas. Muchas mujeres lo consideraban un buen partido, en especial si estaban dispuestas a excusar su desagradable actitud. Tenía la cabeza en una postura que, sin duda, terminaría dándole un buen dolor de cuello. A pesar de todo, Paula no se molestó en despertarle. Por eso, anduvo de puntillas, deseando poder evitar más enfrentamientos desagradables. Ya en la puerta, se atrevió a mirarlo. Decidió que cuanto menos interactuara con su jefe, mucho mejor.
Pedro se despertó con el sonido de una puerta que se cerraba. Se irguió en el sofá y estiró el cuello en todas direcciones. En el breve rato que había estado dormido, ya tenía un agudo dolor en la base del cráneo. Otro músculo dolorido para que Juan pudiera trabajarlo durante la sesión de la tarde. Si él accedía. Tal vez volvería a saltársela. De todos modos, ¿De qué servía? Aquella manera de pensar lo enojaba, aunque también lo dejaba sintiéndose muy derrotado. Quería ponerse mejor, pero, ¿Y si no lo hacía nunca? ¿Y si los médicos tenían razón? Se levantó con dificultad apoyándose todo lo posible en el bastón. Lo odiaba. Odiaba tener que usarlo. Sin embargo, más que nada, odiaba lo que representaba. Le gritaba al mundo que Pedro Alfonso ya no era el hombre que solía ser. Estaba herido. Limitado. Inútil. Precisamente lo mismo que su madre siempre le había acusado de ser. Recordó la conversación que habían tenido poco después de que él llegara a la casa que ella tenía en Charleston.
—Lo único que se te da bien es gastar dinero. Has agotado la herencia del abuelo viviendo a cuerpo de rey en Europa. Sin preocupaciones ni responsabilidades. Bueno, pues no esperes que yo te eche una mano ahora. Eres como tu padre. Jamás guardaste nada para el invierno.
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