Entró cojeando en el dormitorio, que había pertenecido a su abuelo cuando él solo era un niño. Una vez más, estaba decorado de un modo diferente, más femenino. Se acercó a la cama y acarició suavemente la almohada. Iba a dormir en la cama que ella había utilizado… Y ella estaría en la habitación de al lado. Tragó saliva y se dijo que el repentino aceleramiento del pulso se debía tan solo a que no sabía cuánto tiempo tendrían que estar así. Al menos semanas. ¿Meses? Posiblemente. Ella había dicho que el hotel estaba completamente reservado, así que solo podían esperar que se produjera alguna cancelación. Fuera como fuera, él tenía mucho que aprender de la eficiente señorita Chaves si esperaba poder dirigir el resort tan capazmente como lo había hecho ella. Ese era su plan. Lo había decidido durante su larga estancia en el hospital. Llevaba demasiado tiempo evadiendo sus responsabilidades. La vida tal y como la había conocido hasta entonces había terminado. Mientras tanto, tenía una cita con un cirujano de Charleston a la semana siguiente. Esperaba recibir mejor diagnóstico que el que le habían dado los anteriores especialistas a los que había ido. Como si pudiera leer lo que estaba pensando, los músculos de la pierna empezaron a contraérsele. Se apoyó contra la puerta del cuarto de baño para quitar el peso de la pierna mala. Cuando levantó la mirada, vio el mensaje. Estaba escrito en letras mayúsculas, acompañadas de una flecha que señalaba el frasco de analgésicos que había sobre el lavabo. Lo leyó en voz alta:
—«ESTOS NO CAUSAN ADICCIÓN. TÓMESE DOS. YA ME DARÁ LAS GRACIAS MÁS TARDE».
Un extraño sonido resonó entre los azulejos del baño mientras Pedro se miraba en el espejo. Los ojos hundidos y las enjutas mejillas ya no le sorprendían. Sin embargo, se sobresaltó al darse cuenta de que estaba sonriendo. ¿Y el extraño sonido? Había sido su carcajada. Un par de horas más tarde, Paula estaba en la cocina del resort ayudando a la chef con los preparativos para la cena cuando una de las puertas se abrió. Su inesperado huésped entró. Silvia Crofton levantó la mirada de la cacerola de salsa que estaba preparando en el fogón.
—Lo siento, aquí no se permite la entrada de huéspedes — le dijo Silvia muy cortésmente aunque con firmeza.
Pedro la miró sorprendido. Seguramente no estaba en absoluto acostumbrado a que le dijeran dónde podía estar y dónde no, en especial en un lugar que era de su propiedad. Dispuesta a impedir una batalla de egos, Paula se secó las manos con el delantal que se había puesto para protegerse la ropa.
—Creo que en este caso podemos hacer una excepción dado que firma nuestros cheques.
—¿El señor Alfonso? —preguntó la chef con incredulidad—. No le había reconocido —añadió mirándole la pierna y el bastón—. Parece usted…
Silvia era muy conocida por sus innovadores platos, pero no por su tacto. Paula decidió intervenir para que la chef no se metiera en un lío aún mayor.
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