—Señor Alfonso, ésta es Silvia Crofton, nuestra chef. Esta noche le espera una cena deliciosa. Está preparando su especialidad, lubina dorada en la sartén con salsa de mantequilla a las hierbas.
—Suena excelente —reconoció él con una inclinación de cabeza. Entonces, miró a Paula y entornó la mirada—. ¿Por qué lleva usted puesto un delantal?
—El ayudante del chef llega tarde por la tormenta. Vive en tierra firme. Estoy echando una mano con los preparativos. Nada difícil, por supuesto. Tan solo a cortar verduras para una menestra al vapor.
—¿Y ayuda a menudo?
—Yo no diría que a menudo, pero sí cuando se necesitan un par de manos, tanto si es aquí en la cocina como en otro lugar del resort.
—Entiendo —dijo Pedro frotándose la barbilla.
¿Lo entendía? Desgraciadamente, ella no podía estar segura por la expresión de su rostro. Algunas de sus inseguridades de antaño volvieron a cobrar protagonismo. «Eres tan estúpida, Paula». Apartó las hirientes palabras de su ex. Se negaba a volver a dudar de sí misma. Esos días habían terminado. Se cuadró de hombros y preguntó:
—¿Necesitaba algo?
—No, solo estaba… Echando un vistazo. Hace muchos años desde la última vez que estuve aquí. Han cambiado muchas cosas.
Pedro parecía haber sufrido también una pequeña transformación. Tenía el cabello húmedo, como si acabara de darse una ducha. Lo llevaba peinado hacia atrás, aunque se le escapaban algunos mechones sobre la frente. Se había afeitado, pero no era la ausencia de barba lo que más llamaba la atención de Paula. Era la ausencia de gesto de dolor.
—Veo que me ha hecho caso en lo del ibuprofeno.
Él sonrió ligeramente.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, para empezar, ya no va apretando los dientes.
—¿Y?
—Parece… Descansado.
En realidad, la palabra «accesible» resultaba mucho más apropiada, al igual que «Guapo». A pesar de su evidente pérdida de peso, era un hombre muy atractivo. Se había puesto una impecable camisa y unos pantalones de vestir de color beige. El bastón de madera que llevaba en la mano derecha le daba un aire de sofisticación, aunque estaba segura de que a él no le gustaría aquella descripción.
—Me he echado una siesta.
—¿Y ha hecho sus ejercicios?
—No. No estaba de humor para soportar más dolor. No deje que el rostro inocente de Juan la engañe. Puede resultar muy cruel.
Aquel sutil intento de Pedro por hablar con humor e ironía resultó ser una sorpresa muy bienvenida. Ella decidió devolverla.
—Yo diría que le paga más por eso. Para presumir, hay que sufrir.
Igual de rápidamente, la expresión del rostro de Pedro se oscureció. Paula suspiró. Aparentemente, se había excedido al recordarle lo lento de su recuperación. Él apartó la mirada y rompió el silencio unos instantes más tarde.
—Veo que tenemos hornos nuevos, ¿No?
—Sí. Se compraron hace dos veranos. Igual que las encimeras.
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