lunes, 28 de octubre de 2024

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 50

Ella volvió a soltar una carcajada y se acomodó en su silla, casi como si se estuviera relajando. Pedro ya lo estaba. A pesar de que la pierna le dolía, se había convertido en una molestia ligera que era capaz de ignorar.


 —No se lo digas a Juan.

 

—¿Lo del vino?

 

—No quiere que beba durante mi recuperación.

 

—Pero no estás tomando medicación que requiera abstinencia de bebidas alcohólicas. Una copa de vino no debería sentarte mal.

 

—Lo sé, pero él tiene un enfoque muy purista sobre mi rehabilitación, sobre todo en lo que se refiere a dieta y nutrición.


 —¿Sus batidos?

 

—Para empezar.


—Y tú has seguido sus consejos religiosamente —replicó ella.

 

—Puede ser un verdadero tirano.

 

—¿Juan?

 

—Sí. Al principio trató de prohibirme que tomara todo lo que tuviera cafeína a menos que fuera té verde. No puedo vivir sin tomarme un café por la mañana.

 

—Sí, y estoy segura de que se lo explicaste muy diplomáticamente.

 

—Bueno, le hice razonar.

 

—En realidad, el té verde es muy bueno. Tiene muchos antioxidantes y esas cosas.

 

—¿Lo tomas tú?

 

—Lo he probado…

 

—Entonces, supongo que sabes que tiene el sabor de la hierba.

 

—Como nunca he probado la hierba, no sé qué decirte.

 

—¡Venga ya! Admite que no te gusta.


 —No es mi bebida favorita, pero tampoco me gusta el té negro. ¿Satisfecho?


En aquellos momentos, Pedro distaba mucho de estar satisfecho, pero asintió de todos modos. Le resultaba muy difícil determinar la fuente de su insatisfacción. Lo único que sabía era que los pensamientos sobre su pierna y sobre su futuro se habían visto sustituidos por otros muy diferentes. Los dos estuvieron en silencio los siguientes minutos, escuchando los sonidos del mar y de las gaviotas y demás pájaros marinos. 


—Me encanta este lugar —dijo él de repente—. Solía venir casi todos los veranos cuando era niño…

 

—Es un paraíso —murmuró ella—. Yo me pasé los veranos en campamentos hasta que tuve la edad suficiente para cuidarme sola. Mi madre trabajaba.

 

—¿Y tu padre?

 

—Se fue.

 

—Lo siento. Mi padre también murió cuando yo era un niño, de cáncer.

 

—Mi padre no murió. Poco después de que yo naciera, decidió que no quería ser padre. No formó nunca parte de mi vida ni de la de mi hermana mayor.

 

—Pero supongo que las mantendría, ¿No?

 

—¿Económicamente? —le preguntó. Pedro asintió—. No. Mi madre siempre decía que no era de los que podían aguantar mucho tiempo en un trabajo.


Pedro trató de digerir lo que acababa de escuchar. El dinero jamás había sido un problema en su casa, o por lo menos eso era lo que él había creído. Después de la muerte de su padre, su madre tuvo que vérselas con muchas deudas y poco dinero cuando terminó de pagarlas. Esa experiencia la convirtió en una mujer que odiaba a su marido fallecido y, por ello, se distanció del hijo que tanto le recordaba a él. 

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