Para lo bueno y lo malo, Paula y él se habían visto muy influenciados por su infancia. Lo que él había averiguado sobre la de ella le ofrecía una visión muy interesante sobre la razón por la que ella era una persona tan directa y autosuficiente. No necesitaba a los hombres. Los que habían ocupado su vida, su padre y su marido, habían sido una desilusión para ella. Tal vez peor aún…
—Lo siento, Paula.
—Yo no. Resulta difícil echar de menos a alguien con quien nunca has estado. Además, mi madre compensó con creces su ausencia. Es inteligente, capaz, decidida y muy independiente.
—En ese caso, yo diría que tienes suerte.
—Sí. ¿Cómo es tu madre?
La pregunta era inocente, para mantener simplemente la conversación. Sin embargo, pilló totalmente desprevenido a Pedro. Le dijo lo primero que se le ocurrió.
—Difícil.
—¿Difícil?
—Resulta difícil de agradar. Difícil vivir con ella. Difícil de amar. No tenemos mucha relación. No la hemos tenido desde que mi padre murió cuando yo tenía once años. Aparentemente, yo me parezco mucho a él.
—Lo siento. Eso debió de resultarte muy doloroso. Aún debe de dolerte.
Pedro tragó saliva. Le sorprendía lo perspicaz que era Paula. Efectivamente, a pesar de tener ya treinta y seis años, a él seguía doliéndole la distancia que le marcaba su madre, aunque podía admitir que él la había empujado a ser así haciendo todo lo que podía para confirmar la pobre opinión que tenía de él.
—Estoy segura que, desde tu accidente, su actitud hacia tí ha cambiado.
—Ha estado… Ocupada —murmuró. Un profundo dolor le atravesó el pecho.
Tan ocupada en lo que fuera que hiciera que no había podido volar a Suiza para estar en el hospital junto a él ni tampoco en el chalet, cuando empezó con el duro proceso de la rehabilitación. Tan ocupada que, después de que él hiciera el largo vuelo desde Suiza, no había podido acudir al aeropuerto a darle la bienvenida.
—Lo siento…
—¿Por qué?
—Tardé mucho en darme cuenta de que yo no era responsable de las carencias de mi padre.
—Yo le he dado razones.
—No —dijo Paula—. A pesar de lo que tú hayas podido hacer o de cómo te hayas comportado, tu madre debería haber estado a tu lado, Pedro.
El sol empezó a ponerse. Los dos permanecieron allí, en silencio. Las palabras ya no eran necesarias. Eso gustaba a Pedro. La mayoría de las mujeres que conocía sentían siempre la necesidad de hablar. Paula se limitó a tomarse su vino, gozando con la vista y el tranquilizador sonido del mar tanto como él.
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