—¿Puedo… Puedo llamarte Paula? —le preguntó sin poder apartar los ojos de la venda que ella llevaba en la barbilla.
Paula sintió que el corazón se le deshacía al escuchar que él le pedía permiso. ¿Cómo podía decirle que no?
—Está bien.
Pedro asintió y agarró el improvisado bastón que tenía junto a la mesilla de noche.
—Juan me dijo que te lo había hecho de un trozo de madera que encontró en la playa.
—Sí. Me sirve bien.
Ella recogió la bandeja. Antes de que pudiera marcharse, Pedro volvió a tomar la palabra.
—Paula…
—¿Sí?
—¿Cómo… Cómo tienes la barbilla?
—Está bien.
—Juan me dijo que tuviste que ir a Urgencias para que te pusieran puntos.
—En realidad, utilizaron una especie de pegamento. Las maravillas de la medicina moderna. Nada de agujas ni de puntos que retirar más tarde. Solo tengo que mantener la zona seca y limpia.
—¿Te dijeron si te dejaría cicatriz?
—Probablemente.
—¡Dios! Ve a ver a un cirujano plástico. Yo te lo pagaré. El mejor que puedas encontrar.
—Eso no será necesario. No soy una mujer presumida y, aunque lo fuera, no está en un lugar obvio.
Ella vió cómo Pedro tragaba saliva. Cuando volvió a hablar, tenía la voz muy ronca.
—Lo siento mucho, Paula. Tienes que creerme. Jamás fue mi intención…
—Fue un accidente, Pedro.
—Aunque lo fuera, sigue siendo culpa mía que resultaras herida.
Le resultaba fácil resistirse a Pedro cuando estaba amargado y furioso. Sin embargo, cuando la mirada apenado y humilde… El corazón le latía a toda velocidad.
—Disculpas aceptadas.
Entonces, con la bandeja en la mano, Paula salió corriendo de la habitación. Le llevó la cena al porche y se la colocó sobre la mesa. Cuando se dispuso a volver a entrar, vio que él estaba ya en la puerta. Ella se la abrió para que pudiera salir. Los cuerpos de ambos se rozaron inocentemente. Entonces, él se detuvo y la miró. Le acarició la mejilla suavemente con la mano que tenía libre. Sin poder contenerse, Paula apretó la mejilla contra la palma de la mano.
—Quiero… Me gustaría… ¿Te vas a quedar conmigo? Por favor…
—Dí por sentado que querrías estar solo.
Pedro se sentó en una silla, que Paula le había preparado.
—Ya no sé lo que quiero. Bueno, tan solo sé que me gustaría que me hicieras compañía. Si tienes tiempo. Por favor.
Al ver que Pedro la miraba, Paula sintió que se le cortaba la respiración. Aquel no era el heredero que llegó al resort hacía pocas semanas. Tampoco era el hombre amargado que descuidaba su fisioterapia a pesar de que deseara desesperadamente ponerse mejor. Y, ciertamente, no era el hombre enojado y frustrado que había dejado escapar su ira hacía unas noches. El hombre que tenía frente a ella estaba arrepentido. Abierto de un modo en el que ella jamás le había visto.
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