Pedro sabía que era mejor que dejara de provocarla, pero no podía evitarlo. Siguió haciéndolo.
—Ya tienes tu cinturón, pero sigues aquí, Paula. Dadas las circunstancias, creo que deberíamos tutearnos, no te parece…
—Yo… yo…
—Estás al lado de mi cama. Y me estabas mirando.
—Yo no estaba mirando…
—Claro que estabas mirando. O tal vez debería decir observando boquiabierta. Del modo en el que uno mira un accidente de tren.
Pedro se sentó en la cama. En el instante en el que lo hizo, sintió un terrible dolor irradiándole desde la rodilla, subiéndole hasta la cadera y bajándole hacia el tobillo. No pudo reprimir un grito. Aparentemente, el efecto del ibuprofeno se había pasado.
—¿Señor Alfonso? —preguntó ella muy asustada.
—¡Llámame Pedro, maldita sea! ¡Llámame Pedro! — rugió. Se sentía furioso con ambos—. Ahora, vete.
—¿Necesita…?
—¿De verdad quieres saber lo que necesito, Paula? ¿Quieres?
—Sé lo que necesita —susurró ella suavemente, con una sonrisa en los labios.
A pesar de la ira y el dolor que sentía, esa sonrisa de Mona Lisa produjo un extraño efecto dentro de él.
—Dímelo.
—Un batido de pasto de trigo. Haré que Juan le traiga uno. He oído que son deliciosos y muy saludables.
Con eso, se dió la vuelta y se marchó de la habitación con la barbilla bien alta. Pedro volvió a caer sobre la cama. La ira desapareció con la mayor parte del dolor que sentía. La vergüenza ocupó su lugar. Se preguntó qué decía sobre él que se hubiera sentido más vivo que en muchos meses mientras provocaba a una empleada. Paula tenía razón en una cosa. Era él quien le debía una disculpa.
Paula estaba furiosa. Apretando los dientes, salió del departamento sin decirle ni una sola palabra a Juan. La batidora estaba funcionando a toda velocidad, por lo que resultó más fácil despedirse con la mano y marcharse. La ira la llevó en volandas hasta la cocina del hotel. Aunque se había terminado ya el servicio de cenas, le preguntó a Silvia:
—¿Tienes algo para que yo pueda picarlo en trocitos muy pequeños?
La cocinera sabía perfectamente lo que le ocurría.
—Algo me dice que no sería buena idea darte un cuchillo afilado en estos momentos. ¿Qué es lo que te tiene tan disgustada?
—No se trata de qué, sino de quién. Pedro Alfonso.
¿Quién se creía que era, exigiéndole a Paula que se disculpara por estar en su propio dormitorio? Le importaba un bledo que él fuera el dueño del resort. La habitación, el apartamento entero, era de ella o lo había sido hasta aquella mañana. Él se estaba comportando como un tirano sin consideración alguna.
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