—¿Pero?
—Pero no serán tan buenos como yo —le espetó.
—¿Eso es todo?
Tenía las palmas de las manos sudorosas, pero lo ignoró y trató de tranquilizarse.
—No. Eso no es todo. Lo que te estoy tratando de hacer entender, Pedro, es que tanto si te quedas aquí como si regresas a Europa, nadie quiere estar junto a una persona que está decidida a ahogarse en su miseria.
—¿Crees que me gusta estar así?
—No, pero lo has aceptado.
Ya no podía echarse atrás. Había abierto la caja de Pandora y ya no podía parar.
—He hecho los malditos ejercicios y no me sirven de nada. ¡Nada me sirve!
—Por favor. Solo sacas de la fisioterapia lo que metes en ella. ¿Me puedes decir con sinceridad que has hecho los ejercicios de corazón? Tienes el dinero para contratar a un fisioterapeuta personal. Él está a tu disposición las veinticuatro horas del día. Vive contigo, por el amor de Dios. ¿Tienes idea de cuántas otras personas que se tienen que recuperar de graves accidentes envidiarían tu situación?
—Sé que tengo suerte, pero lo haces parecer tan fácil…
—Esa no es mi intención. Sé que es duro y doloroso y que lo tienes todo en contra. Sin embargo, al menos tienes opciones, Pedro. Y tienes mucho por lo que estar agradecido —le dijo mientras le colocaba la mano en el brazo—. Has salido de un accidente que pudo dejarte confinado en una silla de ruedas para el resto de tu vida. Si no puedes estar agradecido al menos por eso, tal vez sea porque te lesionaste también la cabeza.
Él cerró los ojos un instante. Paula pensó que tal vez le había hecho entender. Entonces, él le preguntó:
—¿Has terminado ya?
—Yo… Supongo que sí —replicó ella. Se sentía furiosa con ambos. ¿Por qué le importaba lo que él hiciera?
—Bien —dijo él. Entonces, señaló la bandeja de comida—. Esta noche me gustaría cenar en el porche.
Se dió la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Aparentemente, esperaba que ella le llevara la bandeja al exterior. Paula la tomó, pero se detuvo. Tal vez fuera su empleada, pero no iba a ser su criada. Aunque le costara el trabajo, no volvería a consentir que nadie la tratara de ese modo. Nadie. Volvió a dejar la bandeja sobre la encimera.
—Llévala tú —le dijo.
Pedro se volvió para mirarla.
—¿Cómo has dicho?
—Ya me has oído.
—Muy graciosa —bufó él—. No puedo y lo sabes.
—Es verdad. Entonces, ¿Sabes lo que significa eso? —le espetó. No esperó a que él respondiera—. En primer lugar, necesitas ser más amable con la gente que te está ayudando y, en segundo lugar, tienes que hacer más esfuerzo para mejorar tu situación.
—¿Crees que esto es lo que quiero?
—Creo…
Pedro no le permitió seguir con la frase.
—¿Crees que quiero vivir así, rodeado de personas que me ayudan a levantarme, a sentarme y que me llevan el plato? Odio esto. ¡Lo odio!
Golpeó la encimera con el bastón con tanta fuerza que lo partió en dos. Una parte salió volando hacia el salón. La otra, rebotó sobre la encimera y golpeó a Paula debajo de la barbilla. La madera desgajada le atravesó la piel. El dolor se mezcló con la sorpresa mientras ella se cubría la herida con la mano. Muy pronto, los dedos se le tiñeron de rojo. Pedro palideció.
—¡Dios mío! Paula, no quería…
Trató de alcanzarla, pero ella le apartó la mano con la suya, cubierta de sangre. Más frustrada que otra cosa, se dió la vuelta y salió del departamento. Se cruzó con un sorprendido Juan antes de encontrar refugio en su despacho.
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