—Siento lo del cambio de planes —le dijo Paula a su hermana cuando hablaron por teléfono aquel mismo día.
—No te preocupes. Podemos ir en otra ocasión. Tal y como le dijiste a Valentín, podemos ir durante las vacaciones de Navidad.
—Claro. ¿Está disgustado?
—Bueno, estaba deseando ir a verte, pero se le pasará. Ví a David en la ciudad.
Aquella frase hizo que Paula se irguiera más aún en la silla de su despacho. Un escalofrío le recorrió la espalda. Incluso después de tantos años, la simple mención del nombre de su ex conjuraba los temores de antaño. Tragó saliva y trató de tranquilizarse.
—¿Y qué quería?
—No quería nada. De hecho, ni siquiera hablamos. Lo ví mientras estaba en la cola del supermercado. Él estaba en otra caja también para pagar la compra. Me saludó con la mano, pero yo fingí no verle.
—¿Se… Se acercó más?
—No. Tiene mucho cuidado de cumplir la orden de alejamiento.
No solo Paula tenía la orden contra su insistente ex. También la habían solicitado su madre y su hermana después de que empezara a presentarse en sus casas y lugares de trabajo sin avisar. Dejó escapar un suspiro de alivio.
—Ojalá las cosas fueran diferentes. Ojalá David pudiera ser diferente. Es decir, es el padrino de Valentín… —susurró. Con la muerte de Ignacio, él podría haber servido como figura paterna si hubiera sido un hombre mejor.
—No me lo recuerdes, pero incluso si hubiera jurado que había cambiado, yo no… No dejaría que ese maltratador se acercara a mi hijo después del modo en el que te trató. Algunas cosas son imperdonables.
—Es que no me gusta hacerles las cosas más difíciles a mamá y a tí en Arlis.
Casi todo el mundo de la pequeña ciudad de Pensilvania pensaba que David Wellington era un santo. Esa era una de las razones por las que Paula había decidido recuperar su apellido de soltera y marcharse después de que terminara el proceso de divorcio. David se había asegurado de que ella pareciera la mala de la historia y Paula no había podido demostrar lo contrario. Sin embargo, estaba segura de que él había estado detrás de los rumores sobre una aventura que habían empezado a correr justo antes de que se alcanzara el acuerdo de divorcio. En ese momento, ella había estado encantada de darle lo que quería tan solo para poder marcharse. Por lo tanto, le había cedido la casa y todo su contenido. Incluso había permitido que él se quedara con la porcelana que fue el regalo de boda de su fallecida abuela. Lo que fuera para poder escapar de él. Se lamentaba de ello. Muchas personas de la ciudad habían considerado esa actitud una afirmación inequívoca de su culpabilidad. Dado que su hermana, su madre y su sobrino aún vivían en Arlis, ellos eran los que tenían que seguir enfrentándose a las habladurías que incluso cinco años más tarde seguían produciéndose.
No hay comentarios:
Publicar un comentario