—Estoy todo el día metido aquí y pronto tendré que reunir el ganado en el rancho. No tengo mucho tiempo para juergas aunque quisiera.
—No te pareces nada al Pedro Alfonso que recuerdo. Él tenía muchos planes que no conocía nadie.
—Quiero concentrarme en labrarme un porvenir.
—Bueno, te deseo suerte.
—Gracias. Lo mismo te digo.
Ella miró hacia otro lado.
—Te dejaré que sigas trabajando. Tengo que ir a una reunión.
—Conduce con cuidado —le pidió él—. Estaré cruzándome en tu camino.
—No tiene gracia, Alfonso, no tiene gracia.
Era un disparate, pero quería retenerla. Sin embargo, sonrió mientras ella se dirigía hacia la puerta y admiró el suave contoneo de sus caderas. Resopló y no hizo caso de la reacción de su cuerpo.
—Juega en otra liga, vaquero —se dijo en voz alta—. Como Nadia. Fue una lección amarga que no quiero repetir. Algunas veces es mejor retirarse con las pérdidas.
Deseó que esas palabras le sofocaran el anhelo que sentiría cuando volviera a verla, algo que, al parecer, iba a ser bastante frecuente.
—Paula.
Paula miró a su padre, que estaba sentado en el borde de la mesa de la sede de la campaña.
—Perdona, papá. ¿Qué has dicho?
—Que esta mañana has tenido suerte de que no pasara nada.
Miguel Chaves, a los sesenta años, era un hombre atractivo. Su atractivo y su encanto le hacían ganar votos entre las mujeres y su antecedente como ranchero lo ayudaba entre los hombres. La verdad era que todo el mundo lo apreciaba. Llevaba casi treinta años casado con Alejandra, era un marido entregado y un hombre de familia que no había dado el más mínimo escándalo. El político perfecto. Mejor dicho, un político retirado desde el año anterior y eso significaba que no había un Chaves en el Senado por primera vez desde hacía setenta años. Como su hermanastro Gonzalo ni se planteaba la posibilidad de abandonar el rancho familiar y a su encantadora esposa Tamara, ella era la última Chaves que había entrado en política, que seguía con la tradición.
—Tal vez sea buena idea que cambies el deportivo por un coche más normal —añadió él.
Paula se quedó sin respiración. Le encantaba su coche.
—Paula —siguió su padre—, si vas a tomarte en serio la campaña, tiene que parecerlo y debes actuar en consecuencia. Ese descapotable no va a ayudarte a ganar votos, solo entre los chicos adolescentes.
Tenía que renunciar a su parte intrépida.
—Supongo que tienes razón pero, por favor, no me hagas conducir una furgoneta.
—No voy a hacer que conduzcas nada —replicó su padre con una sonrisa—. Es una decisión que tienes que tomar tú, cariño. Me has pedido que te ayude e intento aconsejarte.
—De acuerdo. Empezaré a conducir uno de los coches del rancho.
Sin embargo, no pensaba permitir que su hermano condujera su adorado descapotable. Miguel asintió con la cabeza mientras volvía a repasar la lista.
—Muy bien. Tienes que volver a organizar la reunión que has cancelado esta mañana. Los dueños de las tiendas serán quienes te ayuden a salir elegida.
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