—¿Estás bien? —le preguntó ella otra vez.
—Estaría mejor si no hubiera tanto ruido que molesta a mi ganado y a mi tranquilidad.
—Lo siento, era el helicóptero de mi padre.
—Podía tomar otra ruta… —gruñó él mientras se sentaba dolorido—. ¿Qué haces aquí?
—¿Me creerías si te dijera que pasaba en coche? —contestó ella sentándose también.
—Deberías seguir, es más seguro para todos.
—No puedo dejarte —replicó ella—. El caballo te ha tirado.
Él quería levantarse, pero no sabía si podría.
—Bueno, ya estoy bien. Puedes marcharte.
Ella negó con la cabeza, se levantó y se sacudió la falda.
—Necesitas ayuda. Voy a llamar a Emergencias.
—¡No! Estoy bien.
Ella frunció el ceño.
—No lo parece. Estás pálido y te has caído sobre el hombro. Has podido dislocártelo. Además, ¿Puede saberse qué te pasó cuando el helicóptero nos sobrevoló? Parecías presa del pánico.
Pedro no pensaba hablar de eso con ella.
—Lo que me preocupa de verdad es que alguien quisiera atropellarme.
Él reunió todas las fuerzas que le quedaban, se arrodilló, tomó aliento y se levantó. Sintió dolor durante un instante, pero miró a un árbol y vió a su caballo.
—Pegaso…
Silbó levemente, pero fue suficiente para que el caballo acudiera a él. Recogió el sombrero del suelo y se lo puso. Podía hacerlo. Ya había mostrado bastante debilidad y no quería que ella lo viera en ese estado. Paula se interpuso en su camino.
—No vas a montarte en ese caballo, Pedro Alfonso.
Ella medía un metro y sesenta centímetros y le llegaba justo hasta la barbilla a pesar de los tacones.
—¿Quién va a impedírmelo? —preguntó él.
Pedro fue a sortearla, pero lo agarró del brazo y él hizo una mueca de dolor.
—¿Lo ves? Estás herido.
—Puedo apañarme. Me han tirado caballos desde que era un niño —entonces, él se fijó en el deportivo plateado—. Además, ¿Qué haces en las tierras de los Alfonso?
—Había tomado el atajo. Llegaba tarde a una reunión.
—Y eso justifica que lastimes a lo que se cruce en tu camino, ¿No?
Ella se puso en jarras.
—No quería lastimar a nadie. No te ví.
Paual Chaves era una mujer impresionante. Un hombre tenía que estar ciego para no sentirse atraído por ese pelo largo y moreno y por esos ojos marrones y aterciopelados. Su ascendencia hispana se reflejaba en sus pómulos marcados y en su cutis aceitunado.
—Entonces, no deberías ir a toda velocidad por una propiedad privada.
—Ya te he dicho que tenía una reunión importante en el pueblo.
—¿Para desayunar con tus amigas?
—No, pero para que lo sepas…
Él levantó una mano.
—No quiero saberlo —le dolía el hombro—. Tengo que comprobar qué tal está mi caballo.
Pedro miró a su precioso caballo castaño. Él mismo lo había adiestrado. Le pasó una mano por el flanco y le habló con delicadeza. Afortunadamente, estaba bien. Introdujo la bota en el estribo, agarró el cuerno y sintió un dolor muy agudo en el hombro. Soltó un improperio y retrocedió.
—Se acabó —Paula volvió a su coche y tomó el móvil del asiento del acompañante—. Si no me dejas que te ayude, llamaré a alguien para que lo haga.
—Espera un minuto.
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