—¿Qué tal estás, hijo? —le preguntó Horacio.
—Un poco dolorido —Pedro miró a Paula—. No hacía falta que te quedaras.
Pedro captó la expresión de congoja en su rostro y se arrepintió de haberlo dicho.
—Estaba diciéndole a tu padre que quiero hacerme cargo de tus facturas médicas.
Él no quería que ella lo ayudara, solo que lo dejara en paz.
—El seguro se ocupará de todo. Tenía el hombro dislocado y el médico lo ha puesto en su sitio.
Paula frunció el ceño porque sabía que había pasado mucho más; la reacción de Pedro al ruido del helicóptero. Le espantaba pensar que había desencadenado algo.
—Me alegro, podría haber sido mucho peor.
Lo miró a esos hipnóticos e irlandeses ojos azules y, de repente, todo el mundo desapareció.
—Sí. El médico me reconoció y dijo que estoy bien. Lo único que no puedo hacer es levantar peso durante unos días —miró a Paula—. Te has librado.
Una hora más tarde, Paula entró en Puntada con Hilo, la tienda de colchas de retazos. Casi todos los días se encontraba allí con su madre. Alejandra Chaves, muy aficionada a hacer colchas de retazos, pasaba mucho tiempo con sus amigas del rincón de las costureras. Había participado en varios proyectos como las colchas para bodas o para bebés. También habían organizado una feria de artesanía en verano y entregado el dinero a la beneficencia. Saludó con la mano a Florencia Alfonso, que estaba atendiendo a una clienta tras el mostrador. Su amiga llevaba la tienda e impartía clases de colchas de retazos. Estaba casada con el hermano Alfonso encantador, con Federico, y tenían dos hijos adorables, Camila y Agustín. Había muchos motivos para envidiar a Florencia, pero ella la quería demasiado como para que le importara. Avanzó entre las mesas con muestras de telas y los estantes con cualquier cosa que pudiera necesitar una aficionada a las colchas de retazos y llegó al local contiguo, donde se impartían las clases. En la parte delantera había una mesa redonda con un grupo de mujeres alrededor. Allí estaban Mónica Roberts, quien también trabajaba media jornada en la tienda, Norma Staley-Alfonso, recién casada con Horacio, y Alejandra Chaves, su madre.
—Hola, mamá —saludó Paula a la mujer de casi sesenta años.
Alejandra tenía un pelo oscuro que le llegaba justo por debajo de las orejas y unos profundos ojos marrones. Había quien decía que la única diferencia entre madre e hija era la edad.
—Me alegro de verte —la saludó Alejandra—. He intentado llamarte. ¿Qué ha pasado esta mañana? Tu padre me ha dicho que has cancelado la reunión y Norma me ha contado que has llevado a Pedro a Urgencias.
Ella dejó escapar un gruñido. Naturalmente, todo el pueblo lo sabía.
—Lo siento, mamá, por eso no he llamado —Paula miró a Norma—. Por lo que veo, Horacio te lo ha contado.
—Sí. Me ha contado que Pedro se cayó del caballo, pero que no le ha pasado nada.
Todas la miraron para que diera más información.
—Fue culpa mía. Estaba atajando por el camino del Triple A. Debí de asustar al caballo porque se encabritó y lo tiró. Me alegro de que no haya pasado nada.
—No te lo reproches —replicó Norma—. Ese caballo es muy bronco. Nadie puede montarlo excepto Pedro.
—Pues me parece que no va a montar ninguno durante una temporada.
—Es posible que le venga bien. Pedro ha estado trabajando en el rancho durante el día y en el bar por la tarde. Quiere abrirlo lo antes posible.
Hacía tres años, ella había tenido la oportunidad de estar con Pedro, pero él impuso una regla: Sería una relación sin ataduras y solo para el fin de semana. Ella, como había estado enamorada de él desde el instituto, aprovechó la ocasión y aquellas cuarenta y ocho horas juntos fueron increíbles. Aunque se enamoró más, a él no le costó gran cosa marcharse cuando todavía estaba dormida dejándole solo una nota. Le dolió que no significara lo bastante como para que la despertara y se despidiera de ella
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