Sabía lo que era sentirse defraudado por la familia. Durante mucho ella se había sentido igual con su padre, hasta que aprendió a no esperar nada de aquel hombre egoísta y egocéntrico que le daba más importancia a su estilo de vida que a su única hija. Pero también había podido ver que los Alfonso eran una familia unida y cariñosa. Los padres seguían agarrándose de la mano como unos recién casados, el hermano menor era lo bastante romántico para casarse en Nochebuena, e incluso Federico, según contaba Tomás, estaba dispuesto a embarcarse en una nueva relación después de que su mujer lo hubiese abandonado a los pocos meses de su boda. Pedro había declarado su intención de tender un puente hacia su padre, pero seguía reacio a comprometerse con su familia. Y con ella. Era absurdo sentirse mal por ello. En esa ocasión Paula había iniciado la aventura con los ojos bien abiertos, consciente de lo que podía esperar y lo que no. Desde el principio había sabido que tenía fecha de caducidad, pero los recuerdos la ayudarían a soportar los difíciles tiempos que se avecinaban. En aquel aspecto, la aventura con él había superado sus expectativas. Cada beso, cada caricia, cada susurro se había quedado grabado en su piel y en su cerebro, y la consolarían en las largas noches invernales cuando estuviera trabajando ante el ordenador con un café frío y un cuenco de almendras chocolateadas como toda compañía. Pedro había sido exquisitamente atento y encantador durante los últimos días. No era extraño que se hubiera enamorado perdidamente de él.
Sintió un pequeño espasmo en el diafragma y respiró profundamente mientras se frotaba bajo las costillas. Pero era inútil. Nada podía aliviar el escozor que la invadía cada vez que pensaba en lo que sentía por Pedro. Y aunque estaba firmemente decidida a despedirse de él al día siguiente, sabía que no le resultaría nada fácil. Al fin entendía por qué su madre se había pasado tanto tiempo anhelando que Miguel la amara. «Siempre queremos lo que no podemos tener», le había dicho Alejandra una vez que Paula se empeñó en que le regalara un poni por Navidad. Se lo había dicho con lágrimas en los ojos, y siempre había sospechado que se refería a algo más. Alejandra había tenido una vida plena y dichosa, pero recordaba cómo de niña la oía llorar por la noche y cómo se le iluminaba el rostro cuando Miguel volvía a casa para una de sus escasas visitas. Quería mucho a su madre, pero no quería ser como ella. No quería llorar por un amor perdido o imposible. Quería recordar los buenos momentos y disfrutar la segunda oportunidad que había tenido con Pedro... Aunque acabara en lágrimas al igual que la primera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario