Llegaba tarde otra vez. Paula Chaves apretó el acelerador de su descapotable plateado y el motor rugió antes de salir disparado por la carretera del condado. Necesitaría alas para llegar a tiempo a la reunión y necesitaba el apoyo de los comerciantes de Kerry Springs si quería que la eligieran para el Ayuntamiento. Entonces, se acordó del atajo. Estaba en una propiedad privada, pero conocía a los propietarios. Los Alfonso eran sus vecinos y no les importaría… Hasta que se acordó de Pedro Alfonso. Quizá a él le importara. No tuvo tiempo de pensar y giró para tomar el camino polvoriento y flanqueado por árboles. Los desmesurados árboles y los arbustos espinosos le dificultaban la visión. No tardó en darse cuenta de que había sido una mala idea y tenía que encontrar algún sitio donde dar la vuelta y volver a la carretera. Su coche no era apto para ese terreno. No quería romper los bajos del vehículo, pero tenía que seguir con la esperanza de poder salir de ese laberinto. Entonces, los árboles fueron separándose y llegó a un claro, donde vió al caballo y al jinete. Ya era demasiado tarde. Pisó el freno y dio un volantazo para esquivarlos. El caballo se encabritó y tiró al jinete de espaldas. Ella consiguió parar el coche y se bajó.
—Dios mío, Dios mío —repitió mientras se acercaba apresuradamente al jinete tumbado.
El caballo estaba encima del hombre boca abajo.
—Vamos, tienes que apartarte.
Al animal obedeció y ella se arrodilló al lado del hombre. Temblorosa, le buscó el pulso y, gracias Dios, lo encontró. Reconoció inmediatamente a Pedro Alfonso.
—Vamos, Pedro, despierta —le pidió ella intentando mantener la calma—. Pedro, por favor.
Él gruñó, se puso de costado, parpadeó y abrió los ojos. Ella vió que tenía la mirada perdida.
—Pedro, ¿Estás bien?
Él volvió a gruñir. Estaba herido. Lo tocó y él se apartó bruscamente.
—Pedro, soy yo, Paula. Por favor, por favor que no te pase nada.
Pedro Alfonso hizo un esfuerzo para respirar e intentó enfocar la mirada, pero notó que se deslizaba a ese sitio adonde no quería ir. Oyó el conocido sonido de los rotores del helicóptero que surcaba el cielo despejado. La ayuda estaba llegando. ¿Sería suficiente? ¿Llegaría a tiempo? Oyó una voz de fondo. Era una voz delicada, pero ronca, de una mujer. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? Levantó la mirada y apareció lentamente.
—¿Puede saberse qué…? ¡Ponte a cubierto! —él gritó la orden, pero ella no se movió—. ¡Maldita sea! —la agarró y la tumbó a su lado—. ¡Pueden alcanzarte!
—¡Pedro! —gritó ella.
Él se quedó petrificado cuando esa voz tan conocida se abrió paso entre los sonidos difusos que tenía en la cabeza. Entonces, notó su contacto y la miró.
—Paula.
Ella sonrió vacilante y todo el cuerpo de él reaccionó a su sonrisa. La nebulosa empezó a disiparse y quiso salir corriendo, pero estaba débil como un gatito. Era la última persona que quería ver cuando estaba en ese estado. Miró un poco más allá y vio el coche que había asustado a su caballo. Inclinó la cabeza mientras oía el lejano sonido del helicóptero privado que lo había desorientado.
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