¿Tendría miedo del futuro? ¿O de la despedida? Fuera lo que fuera, aquel no era el momento de profundizar en sus miedos. Pedro esperaría a la mañana siguiente para hacerle el millón de preguntas que tenía para ella. En aquellos momentos solo quería demostrarle lo mucho que significaba para él.Tal vez no pudiera borrar lo que había dicho en Capri, pero en esa nueva ocasión sí que podía dejar que fueran sus actos y no sus palabras los que hablaran.
Paula no estaba orgullosa de lo que había hecho. Debería haberle contado la verdad a Pedro la noche anterior, en vez de haberse escabullido por la mañana y haber hecho cómplice a Federico de su engaño.Afortunadamente, él había guardado el secreto. Al pedirle el favor a en la boda temía que la delatase, pero no fue así y Pedro no sospechó nada. Había tenido su oportunidad para despedirse y la había aprovechado. Cada encuentro erótico que mantuvieron durante la noche superaba al anterior. Había sido una experiencia subliminal, sabiendo que sería la última vez que estuvieran juntos, y se había volcado por entero en cada susurro, caricia y beso. Pedro no se mostró sorprendido en absoluto por el entusiasmo desbordado que ella le demostraba, y su respuesta la llevó a unas cotas de placer que solo había creído posible en las novelas. Y entonces, a las cinco en punto de la mañana, se levantó sin hacer ruido de la cama y se marchó. No podría hacer con él el largo camino de vuelta a Melbourne y soportar otra incómoda despedida. De esa manera podían retomar la relación virtual y exclusivamente profesional que habían mantenido en los últimos años. Pedro se marcharía de Torquay aquel mismo día, de modo que no tendría tiempo para preocuparse por la repentina marcha de Paula. Tenía cosas que hacer, lugares que visitar... Y nada de eso la incluía a ella. Por eso le había entregado la marsopa. Había mentido al decirle que se había olvidado de ella.
Cada vez que su madre tenía un mal día y Paula se sentía sola, sacaba la figuras de la caja de cartón y la apretaba en la mano para llenarse con sus recuerdos. Era hora de volver a su vida normal, empezando por una rápida visita al bar Rivera para desearle feliz Navidad a Arturo, antes de ir a pasar el día con su madre. El local estaba abarrotado de juerguistas con gorros de Santa Claus y hocicos de reno que acudían en masa para probar la sangría navideña de Arturo, antes de retirarse a sus hogares para comer en familia. Se había convertido en una tradición de Johnston Street y a Paula le encantaba participar en ella, pues le permitía saborear lo que debería ser una Navidad normal. No como las tristes fiestas de su infancia, cuando esperaba ansiosa a que su padre se presentara con el poni prometido y siempre se llevaba una amarga decepción.
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