Una sonriente Florencia entró en la habitación. La acompañaba Pedro, quien llevaba a su sobrino Agustín de la mano, hasta que lo tomó en brazos para acabar el recorrido. El niño rodeó el cuello de su tío con los brazos y lo abrazó con fuerza. El corazón de Paula se desbocó. Parecía muy natural con el niño.
—Me alegro de verte Paula, sobre todo, de pie. Me siento mucho más seguro.
—Muy gracioso, Alfonso —hacía unos días que no lo veía y, para su desgracia, se dió cuenta de que lo había echado de menos—. Ten cuidado, tengo el coche estacionado ahí fuera.
—Gracias por avisarme.
Ella tuvo que dejar de mirarlo.
—Hola, Agustín.
El niño sonrió y extendió los brazos. Ella lo tomó en brazos.
—Eres un niño muy grande…
El niño estaba fascinado con su collar y Pedro no le quitaba la vista de encima. Se sintió incómoda por su atención.
—Norma acaba de contarme lo de tu generosa donación para el club infantil. Gracias.
Sus profundos ojos azules se clavaron en los de ella.
—Me gusta ese sitio. Me trae recuerdos muy especiales.
Paula sintió una punzada de cariño.
—Ya sé que pasaste mucho tiempo allí cuando eras niño. A lo mejor, podrías presentarte como voluntario cuando esté abierto.
—Es posible —él sonrió—. En este momento, tengo que volver al trabajo.
Pedro le dió un beso a su madrastra, Norma, y otro muy sonoro a su sobrino en la mejilla. Estaba muy cerca de Paula.
—Tengo que hablar contigo —le dijo en voz baja—. Es sobre C. J.
—¿Lo has encontrado? ¿Dónde?
—Vino al restaurante.
Pedro retrocedió y se despidió con la mano de todo el mundo. Comentó algo con su cuñada Florencia y se marchó de la tienda. Paula quiso seguirlo, pero si lo hacía, tendría que contestar muchas preguntas. No podía mezclarse con él.
—¿Vamos a almorzar? —le preguntó su madre devolviéndola a la realidad.
—Lo siento, mamá, pero no puedo —contestó Paula—. Yo también tengo que volver al trabajo.
Después de contestar algunas preguntas sobre Vista Verde, Paula devolvió a Agustín a su madre, se despidió y se marchó. Una vez en el coche, rodeó la manzana, estacionó en una calle lateral y fue a Alfonso’s Place por el callejón. Entró en la cocina y vió a la pareja junto a la encimera. C. J. fue el primero en verla.
—¿Vas a mandarme a la cárcel?
Su cara y sus ropas sucias le dieron ganas de llorar.
—No, me gustaría ayudarte.
—No quiero ayuda. Estoy muy bien solo —miró a Pedro con sus enormes ojos marrones—. ¿Verdad, Pedro?
—Claro, hijo —Pedro le puso una mano en el hombro—. Sin embargo, te recuerdo que prometiste hacer caso de lo que te digamos.
C. J. miró a Paula con el ceño fruncido.
—¿Quién es ella? ¿Es una vieja novia?
Pedro sonrió.
—Deberías revisarte la vista. Paula no tiene nada de vieja, aunque sí es muy guapa.
Paula no hizo caso del coqueteo de Pedro y lo llevó al fondo de la cocina.
—Muy bien, ahora que C. J. está aquí, ¿Qué vamos a hacer?
—No lo he pensado —reconoció él.
—Hay una cosa clara, no puedes devolverlo al hombre que lo ha abandonado. ¿Quién abandonaría a su propio hijo?
Pedro se puso rígido y ella, súbitamente, se dió cuenta de lo que acababa de decir.
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