–¿Qué dices? –la apremió él–. ¿Crees que podrás tenerme en tu vida?
«¡Sí!», gritaba su corazón. Pero su mente se resistía ante las nefastas consecuencias que supondría perderlo de nuevo. En esa ocasión sería aún peor, porque Pedro estaba decidido a abandonarlo todo por ella.
–No... No puedo. Lo siento.
Pedro la miró boquiabierto y ella se levantó de la mesa y salió del restaurante, esquivando a una familia con un montón de ruidosos críos que esgrimían los típicos crackers navideños y un desaliñado Santa Claus que debía de estar haciendo horas extras toda la semana. No podía volver al coche, y la calle estaba llena de mesas y sillas atestadas de gente. Aquel momento de duda le costó muy caro, porque un segundo después sintió una mano agarrándola por el brazo.
–Le he pedido al camarero que espere hasta que hayamos tenido una pequeña charla en privado.
Podría haberse zafado, pero la gente empezaba a mirarlos con preocupación y a sacar sus teléfonos móviles por si había que llamar a la policía. Dejó que la llevara al coche y se sentó con los brazos cruzados como una niña enfurruñada.
–Alejandra me dijo que la confianza era muy importante para tí y que tú me contarías el resto.
Madre traidora...
–¿No se te ha ocurrido pensar que quizá no me gustes tanto?
Pedro se rió.
–No me lo creo. Prueba otra cosa.
Paula apretó los labios con la esperanza de que el silencio hiciera desistir a Pedro.
–Me dijo que tenías miedo. ¿Ha habido algún hombre que te haya hecho daño? Porque puedo ir a castrarlo, si eso te sirve de consuelo.
Los labios de Paula se le curvaron involuntariamente en una pequeña sonrisa.
–Sabes que voy a estar haciéndote sugerencias como esa, a cada cual más descabellada, hasta que me digas la verdad...
Sí, ella lo sabía muy bien. La determinación de Pedro era legendaria. No en vano, le había hecho ganar el campeonato mundial de surf en cinco ocasiones. Tomó aire y lo soltó lentamente.
–Cuando era niña mi padre me defraudaba continuamente. Nunca cumplía sus promesas y solo venía a verme cuando le apetecía. Les prestaba más atención a su mujer de turno que a mi madre y a mí. Y rompió todo contacto cuando a mi madre le diagnosticaron la enfermedad.
Pedro masculló una maldición que Paula había usado muchas veces.
–Supongo que por eso me cuesta confiar en las personas.
–Hay algo más –adivinó él. Era demasiado listo para poder engañarlo–. Mírame, Paula.
Ella no podía mirarlo. No podía arriesgarse a que viera en sus ojos su verdadero temor.
–Tu padre parece un idiota egoísta, pero no es el motivo de tu miedo –volvió a maldecir cuando Paula siguió sin mirarlo–. Gracias a tí he arreglado las cosas con mi familia, he dejado mi maldito orgullo y he dado el primer paso para salvar la brecha que yo mismo había creado. La confianza también era mi punto débil, porque mi familia no confió en mí lo suficiente para hacerme partícipe de un grave problema. A menudo me pregunto si era por mi culpa, pero no voy a perder más tiempo analizándome, Paula. No vale la pena. Aquí me la estoy jugando por tí. Estoy tan asustando como tú, aunque ignoro cuáles son tus razones. ¿Es por la esclerosis? ¿Tienes miedo de heredarla?
Ella giró bruscamente la cabeza hacia él, revelando su temor.
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