Él dudó un momento, antes de entrar en la habitación.
–Eso espero, señora Chaves –le ofreció la mano–. Soy Pedro Alfonso, un amigo de su hija.
La delicadeza con que estrechó la mano de Alejandra tranquilizó un poco a Paula, aunque no se explicaba por qué estaba tan furiosa. ¿Estaba enojada con Pedro por presentarse allí, o con ella misma por querer arrojarse a sus brazos?
–Siento molestarla, pero tengo que hablar con Paula antes de tomar un avión.
Paula frunció el ceño, pero él se limitó a sonreír.
–Feliz Navidad, por cierto –dijo, y mostró el paquete carmesí con una cinta dorada que llevaba a la espalda–. Me temo que no es muy original, pero si es usted como su hija seguro que le gustará.
–Qué detalle... –las manos de Alejandra temblaban mientras intentaba deshacer el nudo.
Paula se contuvo para no ayudarla. No por compasión hacia su madre, sino por desear que Pedro se marchara.
–Chocolatinas de menta... Mis favoritas.
La sonrisa agradecida de Alejandra le retorció el corazón a Paula. No había querido contarle nada a su madre sobre Pedro, y el muy sinvergüenza no le dejaba opción. Alejandra querría saberlo todo sobre aquel apuesto joven que conocía su debilidad por las chocolatinas de menta.
–¿Le importa si tengo unas palabras con Paula?
Alejandra miró a Paula con un brillo de malicia en los ojos.
–Claro que no. Y gracias por el regalo... Voy a tomármelas todas.
–Ha sido un placer –su sonrisa era sincera, sin el menor atisbo de compasión, y Paula lo admiró por ello a su pesar.
–Podemos hablar fuera –le dijo, apuntando con la cabeza hacia la puerta.
Lo último que quería era que su madre escuchara la conversación. No se explicaba qué estaba haciendo Pedro allí. Con su escueta nota de despedida se lo había puesto muy fácil para que se olvidara de ella y volviera a su vida. Lo último que se esperaba era que se presentara en la residencia de su madre. Esperó hasta que hubieron salido y le clavó el dedo en el pecho.
–¿Cómo me has encontrado? –le exigió saber en un tono mordaz.
Él se apoyó en la pared con los brazos cruzados y una sonrisa chulesca.
–No ha sido muy difícil. Dijiste que pasarías el día aquí, de modo que comprobé en el teléfono de la casa de la playa cuál había sido el último número marcado, llamé y descubrí dónde se alojaba tu madre.
–Muy astuto, Sherlock –masculló ella.
–No tanto, porque sigo sin tener ni idea de por qué te fuiste en mitad de la noche.
–Ya había amanecido. Federico y Violeta iban a Melbourne y pensé en irme con ellos muy temprano para poder pasar la Navidad con mi madre.
–Tonterías –sus labios se comprimieron en una fina línea–. No me creo que llamaras a Federico a las cuatro de la mañana para preguntarle si te podías ir con ellos. Tuviste que prepararlo todo anoche. ¿Por qué no podía ser todo músculo y nada de cerebro?
–Federico no me responde al teléfono –continuó él–, pero estoy seguro de que lo convenciste para que te ayudara en tu pequeña fuga –por primera vez desde su llegada una expresión de duda arrugó sus facciones–. No lo entiendo, Paula. Creía que había algo entre nosotros...
–«Había» es la palabra clave –sacudió la cabeza, pero tenía que rendirse a los hechos.
Primero, Pedro se subiría a un avión aquel mismo día. Segundo, le dijera lo que le dijera, todo seguiría igual. Pertenecían a mundos distintos. Tercero, ella lo amaba con toda su alma y verlo allí lo hacía todo mucho más difícil y doloroso.
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